Álvaro Heredia – JCE(m-l)
Nadia Krúpskaya, comunista y pedagoga, señalaría a principios del siglo XX que «mientras la organización de la enseñanza siga en manos de la burguesía, el trabajo escolar será un arma dirigida contra los intereses de la clase obrera».
Esta reflexión, tan acertada, como lapidaria, resume en buena medida la base del análisis material y dialéctico respecto a cualquier elemento superestructural que se precie. En calidad de comunistas, hemos de examinar cualquier producto o fenómeno de una sociedad concreta a través de la óptica de la lucha de clases, en aras de evitar conceptos ambiguos y metafísicos. La educación representa, de hecho, un terreno tradicionalmente abonado para los brindis al sol de social-liberales y socialdemócratas, los cuales debemos desenmascarar.
Un buen ejemplo de dicha estrategia reformista fue que ante una asignación de becas universitarias cada vez más depauperada, el gobierno español decidió en 2022 aumentar la cuantía y el alcance de las mismas. Constituye una medida, a priori, intachable, dado que «sirve para paliar una deficiencia del sistema», como opinase hace un par de años un responsable de educación en CCOO. Aquí precisamente se intuye el carácter reformista de medidas como esta, que acuchillan miserablemente el análisis lúcido de Krúpskaya y tantos comunistas que a lo largo de la historia se han preocupado por la cuestión educativa.
En resumidas cuentas, el gobierno reformista (en el mejor de los casos), en lugar de abordar de raíz el problema que aqueja a la juventud de extracción obrera, la cual queda expulsada sistemáticamente de la educación universitaria, decide aprobar una medida que sabe insuficiente y que «algo hará», como señalase cierta diputada de Unidas Podemos. Para lo que han quedado los que iban a «asaltar los cielos». En todo caso, precisamente, no nos encontramos ante un sistema que presenta deficiencias, sino que el propio sistema es deficiente, asesino, para los intereses de la clase trabajadora: en el ámbito universitario, únicamente se encarga de formar a los suficientes jóvenes de clase trabajadora para aquellos puestos de trabajo que la burguesía está dispuesta a ceder. Esto, que también coligió Krúpskaya en los albores de la Revolución de Octubre prácticamente no ha cambiado en cuanto a resultados: si bien el porcentaje de jóvenes que estudia una carrera universitaria es netamente mayor, «España se mantiene como el país europeo con más graduados en trabajos poco cualificados: el 36% realiza tareas por debajo de su nivel». En otras palabras, los resultados efectivos de la estrategia burguesa no han variado un ápice.
Cabría una reflexión profunda acerca de los mecanismos alienantes y desmovilizadores que el marco socioeconómico capitalista plantea a la juventud universitaria, pero lo asignaremos a un artículo próximo. No en vano, se antoja necesario echar un vistazo a otros niveles educativos, como la primaria, la secundaria y la formación profesional. En estos tres, así como en las universidades, el sector privado y concertado gana terreno a un ritmo imparable, apadrinado, de hecho, por la burguesía y su estado títere. No olvidemos que los centros concertados reciben financiación estatal a cambio de supuestamente proporcionar conocimientos y exigencias análogas a los centros públicos, lo cual se traduce a menudo en facilidades académicas y profesionales para los estudiantes con mayores recursos económicos. Dicha privatización del sistema educativo, que comenzó el PSOE en los años 80, supone, de facto, la reducción de partidas económicas para la escuela pública, el fomento de una educación segregadora y clasista, así como un empujón a la influencia de la iglesia católica entre las familias. Los centros públicos cada vez están más amenazados ante una educación privada que goza de privilegios a la hora de asignar prácticas en las FP, que infla de manera sistemática las calificaciones en Bachillerato y que, a nivel universitario, se convierte en una mera agencia de tramitación de títulos para quienes estén dispuestos a pagarlos. Ha de quedar claro que ninguna de las descripciones precedentes entraña la más mínima exageración: básicamente, revelan los objetivos y prioridades de la clase dominante, que no se conforma con parasitar una educación pública que ya representa sus intereses antiobreros; además, disponen de otros mecanismos, puramente privados, para someter aún más a los oprimidos, mediante clientelismo, nepotismo y clericalismo. En definitiva, a una educación pública reaccionaria por la naturaleza de la base material de la sociedad capitalista, han añadido herramientas tan perfeccionadas para los intereses de los explotadores como la supresión de plazas para estudiar FP en los institutos públicos o la saturación de las aulas en las escuelas. Sin embargo, si la educación pública ya sirve a los intereses de la burguesía, ¿para qué «complicarse» la vida con centros privados y concertados? ¿Qué ganan los explotadores con esto? Digamos que, en los centros públicos, el profesorado, el resto de trabajadores y estudiantes concienciados disponen de la capacidad para enfrentarse (partiendo de una posición extremadamente débil, no lo olvidemos) a la ideología hegemónica: fomentan el pensamiento críticos entre los estudiantes, pueden aprovechar su relativa estabilidad laboral para desarrollar trabajo sindical, echan una mano a los alumnos con inquietudes políticas, etc. Sin embargo, en la educación privada y concertada, cualquier táctica que mencionan las líneas superiores se saldará con un despido fulminante del trabajador que osase rebelarse contra los intereses burgueses, aun en manera timorata.
Por esto la educación privada y concertada establecen precedentes y realidades tan peligrosos para nuestra clase, ya que la mínima resistencia a las perspectivas hegemónicas queda anulada por una censura que no necesita de la más mínima forma democrática, por hipócrita que sea. A todo esto, el propio sistema educativo público cada vez arrincona más el pensamiento crítico en las aulas, a través de competencias diseñadas al servicio de la economía de mercado. Dichas competencias, tan presentes en los discursos posmodernos y sus acólitos, apoyándose en una supuesta descarga de estudio memorístico para los alumnos, no solo aniquila contenidos y saberes fundamentales para los jóvenes de extracción obrera, en materia de matemáticas, historia o tecnología: por si fuera poco, los sustituye por una supuesta capacidad potencial del alumno para llevar a cabo una tarea práctica y entender a grandes rasgos, por ejemplo, acontecimientos históricos. Esto, de entrada, suena hasta progresista, pero, a poco que analizamos el fondo del asunto, nos topamos con materiales que infantilizan al estudiante y lo vuelven más dependiente (a pesar de cultivar presumiblemente su autonomía). Encontramos, igualmente, el mismo contenido reaccionario, pero con unos profesores el doble de saturados con cuestiones burocráticas, que cada vez los alejan más de la propia labor docente y de la posibilidad de luchar contra discursos revisionistas y posmodernos. En definitiva, en lugar de cultivar el pensamiento crítico y la docencia, el profesorado queda inmerso en evaluaciones desmesuradas y tareas que desangran gota a gota la pírrica resistencia ideológica contra el pensamiento hegemónico.
Ante esta perspectiva, estudiantes y profesores, profesores y estudiantes, debemos dialogar en primer lugar, para llegar a la conclusión que los problemas educativos no se producen en un sentido etéreamente macroeconómico: los sufrimos trabajadores y estudiantes del ámbito educativo a diario. El segundo paso equivale a la coordinación y defensa de medidas concretas que aúnen las demandas en nuestros centros de estudio, que pongan de manifiesto la necesidad de contar y organizarse en los sindicatos de nuestra clase. En tercer lugar, estableceremos organizaciones que aspiren a representar de manera permanente un eje de lucha y de politización de todos los oprimidos que, de una forma u otra, tengan relación con dicho centro de estudio. No callemos nuestros problemas, planteémoslos a nuestros compañeros de trabajo, a nuestros compañeros de grupo, a nuestros compañeros de clase. La desconexión que la lucha política ha experimentado en el ámbito educativo desde hace una década está despojando a la clase obrera de una valiosa herramienta de lucha, politización, movilización y organización. Naturalmente, la escuela pública capitalista se encuentra muy lejos de constituir un terreno deseable para los jóvenes de nuestra clase, pero a partir de ella sobran ejemplos históricos que han servido para precipitar cambios cosmovisionarios y revolucionarios, en que docentes y estudiantes se han adherido al proletariado para que la historia avance inconmensurable.