J. P. Galindo
Hace ya muchos años que los servicios públicos dejaron de ser entendidos por los gestores políticos del Régimen del 78 como un gasto necesario e inevitable, sufragado por las aportaciones fiscales de toda la población. En su lugar son vistos como una inversión mercantil de la que se espera el menor coste y los mayores beneficios.
El discurso es bien conocido: la «colaboración público-privada» presenta menores gastos al bolsillo público y garantiza una gestión de mayor calidad, sobre la base teórica de que el trabajador de la empresa privada presta más atención a su trabajo que el denostado funcionario público.
La realidad, sin embargo, demuestra una y otra vez ambas mentiras. Ni la privatización abarata el servicio, ni garantiza una mejor atención. Al contrario, según datos de CCOO y la Asociación en Defensa de la Sanidad Pública de julio de 2022, un hospital construido y gestionado directamente por una empresa privada sale entre 7 y 8 veces más caro que uno de construcción y gestión pública, mientras que uno construido con dinero público y después traspasado a una empresa privada sale hasta 11 veces más caro. Esto es «lógico» desde la óptica meramente económica; mientras que en la gestión pública directa todo el dinero se invierte en pagar los materiales y los sueldos de los trabajadores, la empresa privada tiene que obtener además un margen de beneficio lo bastante atractivo como para atraer al empresario.
Pero es que en el ámbito puramente asistencial la mercantilización sanitaria tampoco significa una mejora cualitativa respecto a la gestión pública debido a que el modelo privado impone la reducción de gastos (en medicinas, en ingresos de larga duración, en tratamientos prolongados), que aumenten el margen de beneficios. Por poner uno de los muchos ejemplos posibles, en Madrid, la región que ha tomado en los últimos años el relevo a Valencia en la carrera privatizadora, se ha pasado de disponer de una media 3,37 camas por cada 1000 habitantes en 2010 a tener 3,09 por cada mil habitantes una década después.
En el plano político, la privatización representa una estafa democrática muy rentable para unos gestores públicos interesados en diluir sus responsabilidades ante el pueblo mientras blindan sus privilegios. La gestión privada de los servicios públicos garantiza una cortina tras la que esconderse en caso de necesidad. Los errores, negligencias o escándalos que sufra tal servicio público siempre podrán ser achacados a la mala gestión de la empresa, mientras que el «responsable» político podrá, incluso, rentabilizar el caso actuando «con contundencia» para sustituir una empresa por otra como castigo.
La estrategia empresarial no implica, sin embargo, la privatización completa de todo el servicio médico estatal. Esto no sería rentable para los empresarios del sector, que tendrían que hacerse cargo también de tratamientos caros y prolongados, pero tampoco para el resto de capitalistas que podrían sufrir una bajada en la productividad de sus negocios si la salud pública se viese realmente deteriorada. Sus negocios necesitan mantener (al menos por un tiempo indefinido) un resto de servicio verdaderamente público con el que atender casos poco rentables. Sirva de ejemplo un dato: un tratamiento completo de cáncer alcanza un coste medio que puede llegar hasta los 90.000€ por paciente. Esta cifra explica el hecho de que la mayoría de seguros privados no cubren nada más allá de la detección de la enfermedad y, en caso de ofrecer una cobertura completa, la cuota puede ascender hasta los 15.000€ mensuales, como denunció públicamente en su día el ex futbolista Michael Robinson.
Todo este entramado económico se sostiene sobre una compleja y robusta estructura política que lo protege y lo normaliza. En ese sentido, los gestores políticos del Régimen del 78 dejan clara su conciencia de clase burguesa sin fracturas. Tanto PSOE como PP, así como sus respectivos socios-satélites, han colaborado directa o indirectamente en la degradación del servicio público de salud y en la ampliación de su privatización; desde la Ley General de la Sanidad aprobada por el PSOE en 1986, cuyos artículos 66, 67 y 90 abren la puerta a la integración de hospitales privados en la red pública, hasta la fatídica Ley 15/97 (aprobada con los votos de PP, PSOE, CiU, PNV y Coalición Canaria), donde la privatización pasa a ser ya formal y legalmente amparada. En esta alianza criminal también encontramos a los partidos ciudadanistas de la «nueva izquierda» que se han unido a la gestión del Régimen del 78 con la firme voluntad de no alterar en lo más mínimo los procesos de mercantilización de los derechos más básicos, especialmente en el campo sanitario. El mejor ejemplo lo encontramos en Mónica García, de Más País, quien hasta unas semanas antes de convertirse en ministra de Sanidad aseguraba que la derogación de la 15/97 era una urgente necesidad, y después de asumir el cargo ha pasado a simplemente ignorar cualquier tendencia en ese sentido.
El escándalo de los sobrecostes, comisiones y mordidas que se multiplicaron entre políticos y empresarios durante la pandemia de COVID19, mientras miles y miles de personas morían en condiciones infrahumanas debido a la saturación de la sanidad pública (a pesar de lo cual nunca se forzó la integración de los centros privados al servicio público), no es una excepción sino una prueba de que la sanidad, como el resto de servicios básicos pagados colectivamente por toda la población, ya solo es entendida desde la política del Régimen, como simples negocios, fríos e impersonales. Los muertos ya son una cifra más del pasado que, como aquellos que siguen enterrados en cunetas, es mejor no recordar ni investigar para «cerrar heridas».
La realidad se impone. La privatización sanitaria prácticamente se ha consumado por completo (exceptuando los restos de servicio público no rentables), y no se trata de un problema vinculado a un partido en concreto, sino al conjunto de organizaciones políticas al servicio de una clase, la burguesía, que solo entiendo la sociedad como un mercado del que obtener grandes ganancias con el menor coste posible, y de un Régimen, el del 78, organizado precisamente para alcanzar ese objetivo.
En esa visión, nosotros, trabajadores y trabajadoras, estamos condenados ser una mercancía más, quizás una de las más baratas y fácilmente sustituibles. Frente a esta perspectiva, el proletariado y las clases populares solo pueden presentar una oposición feroz y frontal, empezando por exigir la reintegración de lo ya robado al sector público y la asunción de verdaderas responsabilidades por parte de los gestores políticos.
Pero no podemos quedarnos ahí. Al mismo tiempo debemos mirar mucho más adelante, hacia la eliminación de la casta oligárquica que solo vive de la apropiación ilegítima del trabajo ajeno, tanto en forma de salarios como en forma de riquezas materiales y culturales. No hay alternativas ni reformas «amables», como nos han demostrado los populistas de la «nueva izquierda» y sus cantos de sirena, porque estamos en una lucha de clases implacable y sin cuartel en la que la burguesía moviliza a todas sus fuerzas; políticas, económicas, judiciales y de propaganda para legitimarse, mientras el proletariado continúa desorganizado o (peor aún) organizado bajo las órdenes de falsos tribunos de la plebe. No podemos olvidar la letra de nuestro himno, La Internacional, y al eterno Lenin cuando nos dicen que la emancipación del proletariado será obra del proletariado mismo o no será. El momento es ahora.