Álvaro Heredia
Quienes desarrollamos nuestra labor política entre la juventud universitaria hacemos frente a desviaciones ideológicas de todo tipo, las cuales, innegablemente, presentan particularidades generacionales. Hablamos de izquierdismo variado, posmodernismo, nihilismo, alienación de clase y un etcétera razonablemente largo. Este hecho, el cual abordaremos material y dialécticamente, con frecuencia, lo aprovecha la reacción (en especial, el rojipardismo) para fustigar a adolescentes y veinteañeros por su aspecto físico, culparlos de los males del movimiento obrero con base en su orientación sexual y trasladar imágenes posmodernamente estereotipadas en el lenguaje, que sirven para desacreditar a la juventud de izquierdas en un sentido amplio, a la izquierda como tal, si alejamos aún más el foco. Esta última cuestión, de hecho, requiere un análisis sosegado que un artículo breve no debería desmenuzar, pero sí invitarnos a reflexionar colectivamente sobre “la reacción de la reacción” a la juventud de izquierdas, en general, y a la más influida por el posmodernismo, en particular.
Es evidente que el movimiento estudiantil se encuentra en una fase de reflujo. Lejos quedan los años de movilizaciones significativas y parece innegable que el nivel de afiliación política material entre la juventud decae desde hace décadas, tanto cualitativa, como cuantitativamente. Puede que el “activismo” de los jóvenes presuma de millones de seguidores en favor de identidades innegables, mas las redes sociales jamás repercutirán sobre la realidad de nuestra clase tanto como sus condiciones materiales de existencia. De hecho, donde sí apreciamos un auge político entre la juventud —sobre todo a propósito de los hombres— es en el terreno de la extrema derecha clásica y del “neoliberal” del tipo Milei, valga la redundancia. En cualquier caso, volviendo a la cuestión del movimiento estudiantil, las organizaciones para estudiantes que se resisten a desaparecer no escapan a dicho decaimiento, a pesar de que varias desarrollen labores elogiables, más allá de críticas y precisiones ideológicas, que este artículo no aspira a detallar. Sin embargo, siempre hubo algunas, con especial representatividad, que nunca ocultaron sus fundamentos reformistas, pero que, en la última década, han adoptado la línea aún más claudicante e indigna de la izquierda reformista y, más recientemente, del gobierno actual. No en vano, como cualquier otra organización política, los sindicatos de estudiantes no escapan a las peculiaridades objetivas de nuestra sociedad; en realidad, su amoldamiento reformista las convierte en espejos fidedignos. Así las cosas, de forma cada vez más abierta, dichos colectivos, igual que la izquierda institucional que los engendra, desechan el marxismo y abrazan políticas de identidad no ya como análisis a partir del cual conciben el mundo, sino que las convierten en su modus vivendi, en su fin último. En otras palabras, lejos de plantear una alternativa rupturista a la juventud, que permita derrocar al capital y construir un mundo nuevo, la llaman a reclamar exclusivamente gestos simbólicos y brindis al sol, como que, el día del Orgullo, cuelgue una banderita multicolor de una facultad. Nadie se opone a semejante cosa, mas, cuando la aspiración última de un colectivo estudiantil de izquierdas consiste en eso, sin detenerse a pensar siquiera en la explotación de clase que sufren los trabajadores LGTB, como cualquier otro, parece lógico que el desánimo cunda entre sus militantes. ¡Cómo son las cosas! Hemos pasado de asaltar los cielos a colocar banderitas que podemos encontrar en casi cualquier ayuntamiento del PP en 2024.
En cualquier caso, ya que el oportunismo y el derrotismo se extiende como la peste en dichos espacios, cada vez resultan menos atractivos para la juventud combativa, que tiende a resignarse y abandonar. Así, el posmodernismo se autoimpone un confinamiento que impide a sus organizaciones avanzar o nutrirse de perspectivas honestamente marxistas. Este es su desarrollo lógico y, puesto que “las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época”, se limitan a hacer cumplir las palabras de Marx y Engels.
Llegados a este punto —desolador, por otra parte—, queda clara la distancia gigantesca entre las aspiraciones del posmodernismo y las necesidades de nuestra clase, entre la capacidad de acción y movilización de las políticas de identidad y la posibilidad remota de constituir una amenaza para el poder burgués. Esta distancia no es exclusiva de tales tendencias políticas, ya que, si observamos el campo del comunismo, también media un abismo entre nuestras fuerzas y todo el camino que queda por recorrer. Sin embargo, existe una diferencia fundamental: mientras que nosotros apostamos por andar un camino pedregoso y lleno de peligros, somos conscientes de que nuestros pies avanzan por el único capaz de llevarnos a la victoria, por lejana que se encuentre. En cambio, las mencionadas organizaciones juveniles identitarias toman atajos que conducen a precipicios e inanición, se quedan paradas o incluso dan media-vuelta. En consecuencia, no hacen sino incrementar su desconexión de la clase trabajadora, la cual nos afecta, ya que, nos guste o no, lo primero que viene a la cabeza de una persona en la España de 2024 cuando piensa en la izquierda es: Pablo Iglesias, Yolanda Díaz, Irene Montero, etc. Cada cual más vomitivo en su complejidad pequeñoburguesa, pero asociado de manera innegable a “la izquierda”. Esto resulta terrorífico para nuestra clase, que, lógicamente, no puede confiar en semejantes traidores, pues la han vendido una vez más, no responden a ni una sola de sus inquietudes y no han resuelto el más mínimo de sus problemas desde las instituciones, esas que era tan importante “conquistar”, según ellos. Sin embargo, esas tres figuras mesiánicas siguen estando asociadas a “la izquierda” por antonomasia y, en consonancia, nuestra clase carece de opciones políticas a gran escala que pudieran hacerla sentir representada.
Si lo que describe el párrafo anterior es tan conocido, como repulsivo, la situación entre la juventud próxima a tales posturas no mejora un ápice, sino que se ve acrecentada por estereotipos más o menos extendidos. Además de recrear monacalmente la bajeza ideológica de sus referentes, muchos de los jóvenes que copan las organizaciones posmodernas hacen gala de un lenguaje antinatural, que los aleja de la clase trabajadora; de una estética “alternativa” que combinan con discursos y actos antiobreros, nada alternativos; de una claudicación e hipocresía política que exhiben hasta con orgullo. Aclaramos que, en ningún caso procede asignar a todo militante de los espacios que describimos los estereotipos anteriores, de la misma manera que sería absurdo obviar su presencia. Incidimos, asimismo, en que, bajo ningún concepto, la crítica a una estética constituye un argumento político y he aquí donde debemos evitar sin paliativos caer en las costumbres reaccionarias: si abordamos la retórica rojiparda, prácticamente esta se asienta sobre la desacreditación de cualquiera de sus enemigos políticos —posmodernos o no— a partir de su corte de pelo, su ropa o su físico. Esta táctica, típicamente fascista, no plantea ni un resquicio de análisis político e ideológico que fundamente la crítica hacia el posmodernismo: exclusivamente, estos excrementos nazbol viven del insulto de patio de colegio y azuzan como matones a quienes caen en sus redes, contra un chico por llevar el pelo rosa o una chica por tener piercings.
Si en algún momento observamos en el ámbito de nuestra militancia este tipo de sesgos, con contundencia y camaradería, hemos de señalarlos, combatirlos y desacreditarlos, ya que no suponen un proceder marxista-leninista, sino un prejuicio puramente estético. Nosotros no somos filofascistas con banderitas —cada vez menos— rojas, sino militantes convencidos de que el materialismo dialéctico nos embarca en las bases ideológicas que alumbran nuestra lucha, la cual crece, avanza, se desarrolla. El posmodernismo plantea suficientes “argumentos” políticos y lastres para nuestra clase que derrumbar implacablemente; por lo tanto, ¿qué sentido tendría semejante fijación con la estética de algunos de sus militantes? ¿Acaso aporta algo a nuestra causa? ¿Nos permite avanzar? ¿Existe una mínima justificación desde nuestra óptica científica? Afirmamos claramente que no, no existe ninguna.
¿Cuál es, en cambio, la actitud correcta, marxista-leninista, ante las situaciones que conocemos en nuestro entorno en relación con el cierre del párrafo superior? Planteémonos este interrogante: ¿cuál es la importancia concreta, táctica y estratégica, del aspecto físico de una persona que lucha decididamente por nuestra causa? ¿Qué nos importa quién sea nuestro camarada, compañero, que desarrolla una labor teórica y práctica encomiable? Hablemos claramente: la estética de quien lucha a nuestro lado de manera honesta no debe importarnos, como militantes de la JCE (m-l), lo más mínimo.
¿Cuál es la actitud correcta, marxista-leninista, ante los elementos posmodernos que encontramos en nuestro entorno? Debemos distinguir entre quienes aspiran a trepar igual de bien que sus referentes y los que realmente se encuentran en ese ambiente con inquietudes honestas de mejorar la sociedad, los cuales con frecuencia no pertenecen a organización alguna o están poco convencidos de la misma. Los primeros no merecen demasiada atención; con los segundos, sin embargo, tal vez merezca la pena entablar una conversación donde tratemos amistosamente la marcha de nuestras organizaciones, sus dinámicas y aspiraciones. Así expondremos las desemejanzas entre nuestras asambleas o colectivos republicanos y sus prebendas derrotistas. A menudo, el intercambio verbal que mencionamos no se cristaliza (ni a corto, ni a medio plazo) en un avance concreto. Empero, nuestra experiencia a lo largo de los años demuestra que un trato cordial y decidido puede atraer a estas personas válidas a nuestra asamblea republicana e, incluso, tras la desinfección y formación ideológica correspondiente, generalmente larga, a la JCE (m-l). ¿Cómo? Sirviendo de ejemplo intachable a nivel teórico y práctico, combatiendo el derrotismo en todas sus formas y observando siempre cualquier debate a través de la óptica de la lucha de clases, lejos de percepciones reaccionarias y posmodernas.