J. P. Galindo
Como en una siniestra parodia histórica, el sionismo se ha convertido en un «digno» heredero del nazismo, no solo en el plano ideológico (con la proclamación de un pueblo elegido rodeado de enemigos, pero destinado a ocupar un «espacio vital» por encima de las fronteras actuales), sino en la práctica, con una sistemática aplicación de la limpieza étnica y un lento pero constante genocidio contra el pueblo palestino. En ambos casos, la colaboración activa y (sobre todo) pasiva de las principales potencias mundiales es un factor determinante de nefastas consecuencias.
La historiografía burguesa explica la política de apaciguamiento emprendida durante los años 30 del siglo XX por los gobiernos británico, estadounidense y francés ante la Alemania nazi y la Italia fascista (y la España franquista, cabe añadir), como una medida preventiva para evitar un nuevo conflicto militar mundial tras la traumática experiencia de 1914-1918. Con esa premisa se le permitió a la Alemania nazi tensar primero los límites del Tratado de Versalles (superando en 1935 los cupos establecidos para el ejército alemán, por ejemplo), y más tarde violarlos impunemente con el envío de soldados a la región de Renania y apoyando militarmente a los sublevados españoles contra la II República, en 1936, entre otras muchas cosas.
Desde la perspectiva marxista-leninista, sin embargo, la política de apaciguamiento se analiza de manera bien distinta: tras el fracaso de la intervención de hasta 14 naciones aliadas encabezadas por Francia, Reino Unido y Estados Unidos en la Guerra Civil Rusa entre 1918-1920 en apoyo de los contrarrevolucionarios, y viendo que los bolcheviques no solo ganaban la guerra, sino que emprendían una eficaz política de reconstrucción y modernización del país a lo largo de los años 20 y 30 del siglo XX, las potencias occidentales deciden «alimentar» gobiernos profundamente anticomunistas como contrapeso a la influencia que los éxitos soviéticos pudieran tener sobre el proletariado occidental, dando lugar a la normalización del nazi-fascismo, la invasión de Polonia en 1939, y la consecuente Segunda Guerra Mundial.
Sea como fuere, la política de apaciguamiento ante el nazi-fascismo no dio los resultados esperados; ni evitó una segunda guerra mundial, ni lanzó a Alemania directamente contra la URSS (en gran medida gracias a la habilidad diplomática soviética), pero sí produjo nuevas cotas de horror, destrucción y crueldad nunca antes imaginadas por la humanidad. Entre esos horrores destaca el Holocausto; la sistemática y calculada maniobra de exterminio de los judíos de toda Europa, emprendida desde 1941 hasta el mismo final de la guerra, y que dejó no menos de 6 millones de víctimas.
Tras la guerra, las potencias vencedoras; EEUU, Reino Unido y la URSS, debieron abordar la cuestión de qué hacer con las inmensas colonias europeas en África y Asia tras el desastre político y económico de la Segunda Guerra Mundial.
Una de esas colonias, Palestina, se había convertido, desde finales del siglo XIX, en el objetivo de diversas organizaciones sionistas europeas y norteamericanas que habían emprendido una campaña de emigración masiva de judíos a la «tierra prometida de Israel», bajo control británico desde 1918, hasta el punto que las autoridades coloniales británicas habían tratado de restringir esa migración judía justo antes del estallido de la II Guerra Mundial.
Sin embargo, la guerra y el genocidio sistemático de judíos emprendido por el III Reich alemán reforzaron esa ruta de escape, vinculándose además con los objetivos políticos sionistas hasta el punto que grupos de judíos askenazíes (de origen centroeuropeo), constituyeron grupos terroristas como el IRGÚN y el aún más violento LEHI, que atacaban por igual a las autoridades británicas, civiles árabes e, incluso, judíos considerados colaboracionistas. El objetivo de sus atentados (uno de los más famosos fue la voladura en 1946 del Hotel Rey David, en Jerusalén, en el que murieron 96 personas), era tanto la expulsión de los británicos, considerados ocupantes coloniales, como la proclamación de un Estado judío en Palestina.
Aquellos atentados se vieron recompensados, no obstante, con el reconocimiento del Estado de Israel en 1948, tras una votación en las Naciones Unidas en la que todos los países árabes presentes votaron en contra. Desde entonces, Israel, ya ungido con la autoridad del Estado y el respaldo internacional de buena parte de los países de origen de la emigración judía (especialmente EEUU, Alemania y Reino Unido, pero también en un primer momento de la URSS), no ha cesado de ejercer el terrorismo de Estado contra la población árabe, no solo en la propia Palestina, sino también en Egipto, Líbano, Siria o Jordania.
Las violaciones de los derechos humanos más básicos han adquirido proporciones bíblicas, aplicando una política sistemática de limpieza étnica a base de deportaciones masivas, expansión de colonias judías alrededor de las poblaciones árabes originales, acoso a los palestinos árabes, obstáculos a la libertad de movimientos y, llegado el caso, expropiaciones, expulsiones, encarcelamiento y asesinatos de palestinos en defensa del «derecho divino» de los judíos a ocupar toda Palestina.
Las guerras y levantamientos de los pueblos árabes contra el nazi-sionismo en Palestina han chocado constantemente con el apoyo internacional, encabezado por los EEUU y sus satélites europeos, que invoca una suerte de política de apaciguamiento para respaldar este nuevo genocidio lento pero constante, alimentado por un flujo ininterrumpido de millones de dólares y toneladas de equipo militar (en ese campo, España destaca como uno de los mayores cómplices, destinando materiales por valor de más de 44 millones solo en los seis meses anteriores a la ofensiva israelí iniciada el 7 de octubre de 2023), en una siniestra parodia de la política occidental frente al III Reich antes de 1939.
Igual que aquella política ante la Alemania nazi demostró su incapacidad de evitar la guerra mundial, la política de apaciguamiento a base de concesiones e impunidad para el nazi-sionismo lleva más de un siglo demostrando que solo es útil para mantener en conflicto permanente una de las zonas estratégicas más importantes para el capitalismo mundial: la conexión entre el Mediterráneo y el Océano Índico a través del Mar Rojo. Las burguesías occidentales (especialmente las anglosajonas) no pueden permitir que esa ruta comercial quede bajo control de Estados árabes (Egipto, Jordania, Arabia Saudita, Yemen…), por lo que mantienen un peón militar en la zona, debidamente blindado política, económica y militarmente para mantener una «cabeza de puente» en el Mar Rojo, y una excusa apropiada para desplegar sus ejércitos cuando su control es cuestionado.
El imperialismo nunca descansa en su afán de arrastrar al mundo a una guerra mundial en la que reorganizar las zonas de influencia y explotación económica de cada potencia o grupo de potencias capitalistas; no tiene otra forma de repartir nuevas cartas cuando la partida está estancada. Conflictos como los de Corea, Taiwan, Ucrania, Palestina, Yemen y otros muchos de menor calado repartidos por todo el mundo son otros tantos detonadores potenciales de ese gran conflicto mundial de consecuencias inimaginables en la era atómica. Sin embargo, cada paso que nos acerca a esa guerra total también refuerza el papel del proletariado como pieza clave de la sociedad: sin nosotros, trabajadores y trabajadoras, no solo no hay combatientes sobre el campo de batalla; tampoco se fabrican armas o vehículos de guerra, ni tampoco alimentos y víveres para la élite que se mantiene lejos del frente. Nuestro poder colectivo, como clase, es mucho mayor que el de ningún arma pero debemos decidirnos a utilizarlo, y debemos aprender a utilizarlo.