Por Agustín Bagauda | Octubre nº 91
Con el fin de ir dando claridad a la cuestión de la unidad popular, aunque aquí no podemos profundizar sobre ellas, traemos dos experiencias políticas: una, la Unidad Popular de Chile (1970) y, otra, la del Frente Popular en España (1936-1939).
En Chile, de cara a las Elecciones Presidenciales de 1970, en octubre de 1969 se constituye la Unidad Popular y, en diciembre, las fuerzas que la componen firman el programa básico de gobierno. La UP, que ganaría las elecciones, tenía como objetivo prioritario «reemplazar al actual estructura económica, terminando con el poder del capital monopolista nacional y extranjero».
Esa unidad no era «para luchar por la simple sustitución de un presidente de la república por otro, ni para reemplazar a un partido por otros en el gobierno, sino para llevar a cabo los cambios de fondo que la situación nacional exige sobre la base del traspaso del poder, de los antiguos grupos dominantes a los trabajadores, al campesinado y sectores progresistas de las capas medias de la ciudad y del campo» (Programa de UP).
Se apostaba por un cambio de raíz, por que los trabajadores, campesinos y sectores progresistas tomaran el poder en detrimento de las clases, hasta entonces, dominantes.
«Pero, ¿qué es el poder popular? Poder popular significa que acabaremos con los pilares donde se afianzan las minorías que, desde siempre, condenaron a nuestro país al subdesarrollo» (S. Allende, discurso inaugural, Santiago, 5 de noviembre de 1970).
Había que arrancar esos “pilares” si se quería un cambio profundo, no cosmético. Y eran plenamente conscientes de que esta tarea no se podía llevar a cabo desde la sola acción y ámbito gubernativo y parlamentario. La unidad popular transcendía la coalición electoral. Necesitaban articular la unidad de todos aquellos sectores sociales que sentían sobre sus espaldas la crisis que entonces la minoría social explotadora hacía recaer sobre ellos, desde los «obreros, campesinos y demás capas explotadas», hasta los «empresarios pequeños y medianos», para conseguir esos objetivos, para vencer a un poderoso enemigo: el imperialismo y los «sectores de la burguesía ligados al capital extranjero», los «grandes capitalistas». Bajo el epígrafe de La unidad y la acción del pueblo organizado, la UP declaraba:
«Estas fuerzas (más de tres millones de trabajadores), junto a todo el pueblo, movilizando a todos aquellos que no están comprometidos con el poder de los intereses reaccionarios…, o sea mediante la acción unitaria y combativa de la inmensa mayoría de los chilenos, podrán romper las actuales estructuras y avanzar en la tarea de su liberación. La unidad popular se hace para eso»(la negrita es nuestra).
Ese es su objetivo y el medio para llevarlo a cabo: romper las estructuras, económicas y políticas, que les encadenan y les impiden liberarse para forjar su propio destino como pueblo, mediante la «acción unitaria y combativa de la inmensa mayoría». Como hemos visto, la UP no podía limitarse a la mera acción electoral y parlamentaria, y además debía tener un cuerpo organizativo:
«Para estimular y orientar la movilización del pueblo de Chile hacia la conquista del poder constituiremos por todas partes los Comités de Unidad Popular…». «Los Comités de Unidad Popular no solo serán organismos electorales. Serán intérpretes y combatientes de las reivindicaciones inmediatas de las masas, y sobre todo, se prepararán para ejercer el poder popular».
La “conquista del poder” es algo cualitativamente diferente de llegar al gobierno o de obtener mayoría parlamentaria, es desbancar a la clase enemiga y eliminar sus raíces económicas, las bases materiales en las que asienta su poder, para que no levante cabeza. Esta y no otra es la premisa de todo cambio bien entendido. Y dada la fortaleza del enemigo, con más de dos siglos de experiencia de gobierno, con un Estado y una sociedad hechos a su medida, con un aparato represivo y burocrático a su servicio, dada esa fortaleza, decimos, ese cambio solo es posible mediante la organización y movilización de un pueblo al que hay que implicar y que debe participar activamente en la vida política del país.
En España, ante el peligro de la reacción y del fascismo, a iniciativa del PCE, se constituye el Frente Popular, que aprueba su programa el 15 de enero de 1936, para un mes después, el 16 de febrero de 1936, lograr una importante victoria electoral sobre las derechas. Con los escaños suficientes en la mano, algunos, que no comprendían el papel de la unidad popular y caían en el parlamentarismo, creían que ya estaba todo hecho y abogaban por la desaparición del Frente Popular. Ante ellos se levantaba la voz clara y firme de los comunistas. El gran dirigente comunista, frecuentemente olvidado, José Díaz alertaba de que:
«Cometen un grave error quienes hablan de su disolución, diciendo que su misión ha terminado después de hechas las elecciones. No, camaradas. Los Bloques no han terminado su misión, pues su verdadera misión empieza realmente ahora». «Hasta que se liquide su base económica y social, el enemigo en acecho podrá siempre lanzarse de nuevo al ataque» (Discurso en el Teatro Barbieri, Madrid, 23 de febrero de 1936).
«Sólo el Partido Comunista ha mantenido una posición justa y firme en esta cuestión, propugnando que el Frente Popular sea un frente de lucha no solo en las elecciones y en el Parlamento, sino principalmente en la calle, un frente que organice y agrupe a todas las masas trabajadoras y que sirva como garantía para el cumplimiento por parte del gobierno del pacto electoral y para llevar adelante el cumplimiento y la solución de todos los problemas vitales de los obreros, campesinos y masas trabajadoras de España»(Cómo ha contribuido el Frente Popular al triunfo electoral de España, 17 de abril de 1936).
El Frente Popular debía ser, también aquí, algo más que una alianza electoral, que la unidad de la izquierda, porque su labor era magna e iba lejos. Eran las masas trabajadoras agrupadas en torno al Frente Popular quienes garantizarían que se diese solución a sus problemas más importantes; quienes desmantelarían las bases económicas y sociales del enemigo de clase, de la reacción, de la burguesía capitalista y terrateniente y de la Iglesia; quienes debían estar vigilantes para que el gobierno cumpliese con el programa electoral.
Los meses después de la victoria electoral y, sobre todo, los duros años de la Guerra Civil corroborarían en la práctica la justeza de la posición del PCE. Es más, a medida que la situación, durante la contienda, se complicaba y hacía peligrosa para la República, se ponía más en evidencia, por un lado, la necesidad de tal unidad, y, por el otro, se requería de una unidad más aguerrida y vasta, que llegara y movilizara a las más amplias masas populares y antifascistas por el objetivo que tenían planteado, ganar la guerra:
«El Frente Popular debe ser el organismo que movilice a todo el pueblo». «…necesitamos conquistar a muchas más masas para la política de ganar la guerra». «Hoy más que nunca, las organizaciones de masas desempeñan y deben desempeñar más aún, si se fortalecen y activan, un papel importantísimo en la ayuda al Gobierno, en la movilización de todos los recursos materiales y de todas las fuerzas humanas para ganar la guerra, para superar todas las dificultades». (Del discurso del Pleno del CC del PCE, 16 de noviembre de 1937).
«Hoy más que nunca, nada contra la unidad, todo para lograr la unidad del pueblo, la más amplia y firme que sea posible»(Carta a la redacción de Mundo Obrero, 30 de marzo de 1938).
Tanto la experiencia de la UP en Chile como la del Frente Popular hablan claro sobre la unidad popular, dicen que es algo más profundo que la unidad de la izquierda, aunque la comprende y está en relación dialéctica con ella; habla sobre su necesidad para cambiar la correlación de fuerzas, también a nivel electoral, pero que debe ir mucho más allá de una coalición electoral, parlamentaria o gubernativa, porque tiene que arrancar las raíces del poder de la oligarquía, que no son otras que las bases materiales, económicas y sociales en las que se asienta; sobre su necesidad para tomar o conquistar el poder por parte del pueblo, y para mantenerlo; para que su representación institucional no quede a la zaga y tome el rumbo adecuado y a velocidad de crucero óptima, y para apoyarla y fortalecerla cuando esto se haga. Por otro lado, observamos que cuanto más crítica es la situación de las clases trabajadoras, bien en el aspecto económico y social, bien en el político, tanto más amplia y disciplinada debe ser su unidad en torno a sus vanguardias políticas y a un programa popular de lucha; tanto más perentoria es la movilización y actuación política de las grandes masas y su lucha organizada.
A tenor de esto, podemos decir que ni asomo de esta unidad popular encontramos en Podemos ni en la Unidad Popular de Garzón. ¿Por casualidad? No. Desde Bernstein, el revisionismo, como expresión de la ideología burguesa, ha recorrido un largo camino con la misión de adocenar al marxismo y al leninismo, eliminar su espíritu y principios revolucionarios y cimentar el reformismo. En España, el revisionismo abrazó la “Transición”, cambió la tricolor por la bicolor («Estos son mis principios. Si no le gustan tengo otros», Groucho dixit) e hizo del Parlamento su vellocino de oro, olvidándose de la revolución.
Ese revisionismo, que desde entonces ha adquirido múltiples formas, en la actualidad, con la crisis, ha sufrido una reestructuración que se expresa en la aparición del “ciudadanismo”, de Podemos, de las confluencias o mareas, en la profunda crisis del PCE e IU y en el surgimiento de la UP de Alberto Garzón. Unos y otros (distinguimos aquí su aparato de partido de sus bases y de determinados sectores y agrupaciones) siguen deslumbrados por ese vellocino de oro. El Parlamento, las elecciones, el sufragio universal se glorifican y, por ende, la visión electoralista de la unidad popular se impone. Son los instrumentos del “cambio”. Con ellos ya se pueden resolver los problemas de «la gente», de «los de abajo» y poner en la picota a «los de arriba». Y si esto es así, ¿para qué queremos la unidad popular? ¿Para qué fomentar la organización y movilización política del pueblo? ¿Para qué ir a las masas, hablar con ellas, apoyarlas y ayudarlas en sus problemas, elevar su conciencia política, incorporarlas a la política, dotarlas de un canal organizado de lucha para resolver sus problemas, tanto los inmediatos como los más generales; para qué? Simplemente, no es necesaria, porque todo se resolverá cuando lleguemos al Parlamento y/o al Gobierno (como dice una camarada, es la versión actualizada del Despotismo Ilustrado: «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo»). Esa es su celada para las masas. Y así, se deslizan hacia el campo del capital y hacen buena una de sus máximas: que las masas trabajadoras no hagan política, porque ya la hacen otros (la burguesía con sus egregios personajes, como ahora) por ellas. Y cuando esto ocurre, siempre, históricamente, la han hecho contra ellas. En el fondo son coherentes con sus objetivos estratégicos, ajenos, como vimos en el artículo ¿Proceso constituyente? (ver Octubre nº 89), a la ruptura y al alumbramiento de un nuevo Estado.
Estamos ante la institucionalización de la política, ante la politiquería que tantos politicastros ha parido. Las instituciones se conciben como un fin en sí mismas y no como un medio para conseguir los objetivos estratégicos que implican una lucha que transciende la contienda electoral y parlamentaria. La impotencia de la izquierda, con sus nefastas consecuencias, sube un nuevo escalón.
Todas aquellas organizaciones de la pequeña burguesía (bien nacional, bien nacionalista), o donde el elemento pequeñoburgués es el dominante, formalmente llevan por bandera la unidad popular (a algunos se les llena la boca con ella: “Dime de lo que presumes y te diré de lo que careces”, reza un refrán popular); pero en los hechos, en la práctica política, nos encontramos en todas una visión electoralista, estrecha, mezquina, deformada de ella, visión que bebe de su reformismo, de su parlamentarismo, de su incapacidad natural como clase para hacer frente a la oligarquía.