C.Hermida
El avance del fascismo, la creciente influencia de los partidos ultraderechistas y la amplia difusión de mensajes abiertamente antidemocráticos son realidades que constatamos a diario. Ciertamente, no es el fascismo de los años veinte y treinta del pasado siglo, porque los fenómenos históricos no se repiten, pero sí tienen en común el cuestionar libertades civiles y derechos humanos que todavía la mayor parte de la sociedad considera incuestionables.
Historiadores, sociólogos economistas, politólogos, etc., intentan responder a la misma pregunta: ¿cómo es posible que el fascismo, derrotado militarmente en 1945, vuelva a resurgir con fuerza en los últimos años? No hay respuestas fáciles ni sencillas para despejar este interrogante, pero consideramos que se puede arrojar algo de luz si trazamos una perspectiva histórica desde 1945 hasta nuestros días.
Los “treinta gloriosos”
Entre 1945 y los inicios de la crisis de 1973 se extiende un período denominado por muchos historiadores, entre ellos Eric Hobsbawm, la edad de oro del capitalismo o los treinta años gloriosos, caracterizados por un rápido crecimiento de la economía, jalonado por breves crisis coyunturales. Elevadas tasas de crecimiento del PIB, cifras de desempleo reducidas, fuertes inversiones estatales y crecimiento de los salarios reales unidos a una alta productividad fueron elementos comunes en los países capitalistas desarrollados.
Además, la burguesía, para contrarrestar el inmenso prestigio adquirido por la URSS en la contienda mundial y tratar de integrar a la clase obrera en el sistema capitalista, puso en marcha un amplio sistema de medidas sociales (sanidad y educación públicas, pensiones, seguros, etc.) que dieron lugar al denominado “Estado del Bienestar”. Fuertes organizaciones sindicales y poderosos partidos comunistas eran las herramientas de los trabajadores para mantener las conquistas sociales. En el imaginario colectivo de la clase obrera y de las clases populares se formó la certeza de que las mejoras del nivel de vida eran una realidad irreversible. Una mejora a la que contribuía una educación pública de calidad convertida en un ascensor social para los hijos de los trabajadores. A partir de la década de1960 un porcentaje pequeño, pero significativo, de estudiantes universitarios procedía de familias obreras.
Junto a esa certeza, había otras que vertebraban la vida de las clases populares: el referente ideológico de la Unión Soviética como patria de los trabajadores, fuertes vínculos comunitarios y solidarios derivados del trabajo en grandes fábricas y también una visión del mundo que presuponía la superioridad masculina. Aunque después de la II Guerra Mundial el movimiento feminista dio pasos importantes y la mujer se fue incorporando de forma masiva a las tareas productivas, a comienzos de la década de 1970 las mujeres tenían techos de materiales mucho más duros que el cristal.
Si bien el movimiento de mayo del 68 fue una señal de que la rebeldía y las ideas revolucionarias seguían vigentes, una buena parte de la clase obrera parecía integrada en el sistema y su objetivo era prosperar dentro del capitalismo.
Por supuesto, existían infinidad de matices y situaciones nacionales diversas, pero esos “treinta gloriosos”, al menos en los países desarrollados, habían proporcionado a los trabajadores algunas certezas que parecían inamovibles.
No estará de más señalar que la realidad española no se ajusta a lo anteriormente expuesto. La dictadura franquista se prolongó hasta 1975 y, en consecuencia, la realidad económica, política y social de España era bastante diferente a la de los países de nuestro entorno, exceptuando Portugal, que también padeció una larga dictadura fascista.
Una nueva realidad
En 1973, la llamada crisis del petróleo sacudió al capitalismo con la fuerza de un seísmo de alta magnitud y fue la refutación práctica de todos aquellos economistas que habían defendido la teoría de un capitalismo de crecimiento ilimitado y habían intentado demostrar que Marx se había equivocado. El paro, la inflación y el estancamiento económico produjeron un desastre social inmenso, con millones de parados y un rápido descenso del nivel de vida. A diferencia de la Gran Depresión de 1929, la burguesía renegó de las tesis keynesianas y optó por una política neoliberal cuyos pilares fundamentales fueron frenar la inflación mediante las congelaciones salariales, el recorte del gasto público y las privatizaciones. Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en el Reino Unido se convirtieron en los adalides de la nueva política económica que veía la solución a todos los problemas en recortar el papel del Estado en la economía y restringir el seguro de paro y las subvenciones sociales a la clase obrera. El nuevo paradigma neoliberal incluía reconversiones industriales radicales y un nuevo modelo de relaciones laborales basado en el trabajo temporal y precario. A partir de 1973, cortos períodos de recuperación se alternaron con etapas de profunda recesión.
En pocos años las certezas económicas de la clase obrera y de amplios sectores de las clases medias sobre la estabilidad laboral y la mejora continua del nivel de vida se vinieron abajo. El desempleo se convirtió en crónico y estructural en muchos países, entre ellos España, y las desigualdades sociales crecieron. Entonces, el miedo y la inseguridad se instalaron en amplios sectores de las clases populares.
Parecía el momento de que la izquierda plantara cara a la situación y desafiara abiertamente el orden capitalista, Pero no fue así. La socialdemocracia llevaba decenios gestionando el capitalismo y los partidos comunistas oficiales estaban minados por el revisionismo. La desintegración de la URSS en 1991, aunque había dejado de ser la patria de la revolución desde 1956 y estaba gobernada por una burocracia con todo tipo de privilegios, fue un duro golpe para todos los trabajadores del mundo. En los momentos en que la clase obrera más necesitaba de una dirección política revolucionaria, se encontró huérfana.
Aunque hubo poderosos luchas obreras en numerosos países, desde 1973 los derechos sociales fueron recortados paulatinamente, aunque con diferencias ostensibles según los países A todo ello se le unió una fortísima corriente migratoria desde África y América Latina hacia Europa. Los inmigrantes se convirtieron para muchos trabajadores europeos en rivales y enemigos, a los que se veía como una mano de obra que hundía los salarios. En los países del sur de Europa, que habían proporcionado mano de obra barata durante toda la década de los sesenta a las economías de Alemania, Suiza, Bélgica, etc., se instaló una especie de amnesia colectiva sobre ese episodio y se pasó a criminalizar a los inmigrantes.
A principios del siglo XXI había un cuadro económico-social preocupante. El trabajo precario, los bajos salarios y el deterioro de los servicios públicos crearon un profundo malestar al que la izquierda tradicional ni quería ni podía dar respuestas. En eses contexto los grupos de extrema derecha comenzaron a apropiarse del profundo descontento social con las instituciones parlamentarias
El auge del fascismo se incuba en la crisis de 1973, cuando localidades industriales vieron cerradas sus fábricas y la izquierda domesticada no aportaba soluciones. La desesperación, el miedo, el resentimiento y la frustración de amplios sectores sociales explican el auge del nuevo fascismo. Apelando al nacionalismo más reaccionario y a la xenofobia, lanzando mensajes irracionales, pero efectivos entre gente desesperada, las organizaciones fascistas o asimiladas han entrado en los parlamentos europeos y en los gobiernos.
Existen, además, otros elementos que no debemos olvidar. Los jóvenes titulados superiores, que poseen máster, doctorados y tienen conocimiento de idiomas, se ven obligados a aceptar trabajos precarios y mal remunerados. La educación pública ya no garantiza el ascenso en la escala social y son muchos, especialmente en el caso de España, los universitarios que se ven obligados a buscar salidas profesionales en el extranjero. Esa frustración también se convierte en un caladero de votos para la extrema derecha.
En los primeros años del siglo XXI el movimiento feminista ha experimentado un gran avance en todos los órdenes. Aunque todavía no existe una equiparación completa entre hombres y mujeres en el campo laboral, es una realidad que en los países capitalistas desarrollados la mujer ha conseguido mejoras ostensibles tanto en el ámbito profesional como en los derechos democráticos. Y, lo que es fundamental, amplios sectores de la sociedad condenan sin paliativos la violencia de género. Sin embargo, el nuevo fascismo considera que el feminismo y la ideología de género son una amenaza para la familia, además de convertir al hombre en culpable por el hecho de su condición masculina. Desgraciadamente, este discurso también ha encontrado eco en un sector de hombres que se resisten a perder su posición de dominio sobre la mujer.
En resumen, podemos extraer de todo lo dicho algunas reflexiones:
Entre 1945 y 1973 la burguesía logró encauzar la lucha de clases, impidiendo el desbordamiento revolucionario. El crecimiento económico sostenido y el Estado del Bienestar contribuyeron, junto a la cooperación de las organizaciones de izquierda tradicionales, a que la clase obrera aceptara el orden establecido a la vez que adquiría unas certezas que parecían incuestionables.
La crisis de 1973 fue el punto de partida en la aplicación por parte de las clases dominantes de un nuevo paradigma económico (el neoliberalismo) que cuestionaba en buena medida y destruía el modelo anterior. Una izquierda domesticada y la desintegración de la URSS dejaron a las clases populares en una situación de desamparo ideológico y organizativo. El universo de certezas de las clases populares se derrumbó como un castillo de naipes.
El clima de descontento y frustración social fue aprovechado por las organizaciones de extrema derecha que ya proliferaban a finales del siglo XX. Presentándose como movimientos antisistema, defensores de la patria y de unos valores tradicionales amenazados por comunistas, feministas, ecologistas, etc., han conseguido importantes éxitos políticos y una presencia incuestionable entre los sectores populares.
El ascenso del nuevo fascismo requiere por parte de los comunistas dar una respuesta contundente, que pasa, en primer lugar, por un análisis exhaustivo del fenómeno y explicar con claridad a las masas esta nueva realidad. En segundo lugar, es necesario forjar una conciencia antifascista y organizar a las clases populares para la lucha; y, finalmente, ligar esa lucha con el combate contra el capitalismo, porque capital y fascismo están intrínsecamente unidos.
En España, el enfrentamiento contra el fascismo y el capital no se puede aislar de la lucha contra la monarquía, que no olvidemos tiene su origen en la dictadura franquista. Derrotar al fascismo pasa por el establecimiento de una República de carácter Popular y Federal.