Por J. Romero | Octubre nº 88
Del 30 de noviembre al 11 de diciembre próximos, tendrá lugar en París una nueva Conferencia sobre el Clima, bajo el patrocinio de Naciones Unidas. Muchas son las expectativas que ha creado su celebración, al menos en el movimiento ecologista y en el sindical. A la cumbre de París, la mayoría de los participantes llegan cargados de buenas intenciones; sin embargo, la realidad es muy distinta: ha llovido mucho desde que en 1979 se celebrase la primera Conferencia Mundial sobre el clima; desde entonces una larga serie de encuentros y muy pocos acuerdos (quizá solo el denominado compromiso de Kyoto) han dejado constancia de que las “buenas intenciones” de poner coto a la degradación constante del medio ambiente, no van más allá de lo que dictan las cuentas de resultados de los grandes emporios capitalistas.
Y no hay datos que permitan esperar algo distinto en esta ocasión. Hay acuerdo científico prácticamente unánime en que el calentamiento global es un proceso evitable que está teniendo ya consecuencias trágicas para la humanidad: sequías, fenómenos naturales extremos, enfermedades, etc.
Hay acuerdo, también, en que un incremento de la temperatura media de la Tierra por encima de los 2ºC a finales de siglo (el objetivo mínimo al que se pretende llegar con estas cumbres), tendría muy graves consecuencias en todos los ordenes. (1)
Sin embargo, como decimos, año tras año la frustración es el cierre de todos los intentos que ha habido por llegar a acuerdos que sean evaluables y comprometan a los Estados en su aplicación más allá de la retórica.
En España, la situación es particularmente dura en lo que hace a la política medioambiental. No es ya que falte una planificación adecuada para encarar la desertización de amplias zonas del país; la política de los distintos gobiernos, es objetivamente contraria a las mas elementales normas de prudencia en la materia: Normas jurídicas como la conocida como Ley Virus (Ley de Viviendas Rurales Sostenibles) de la Comunidad de Madrid, que permite la construcción de viviendas privadas de hasta 900 m2 en suelo rústico, sin necesidad de declaración de impacto ambiental, o el reciente (de octubre pasado) Real Decreto sobre autoconsumo energético, que penaliza en favor de las grandes distribuidoras el autoconsumo de energía eléctrica, son sendos ejemplos de que la política gubernamental se limita a satisfacer el interés de las grandes empresas y de una minoría parasitaria y antisocial. * (2)
El problema es agudo: un modo de producción que dilapida recursos y altera las condiciones físicas del planeta provocando modificaciones que ponen en cuestión la salud y el bienestar de la humanidad. La necesidad de combatir las agresiones al medio ambiente se desprende de suyo; el desenfoque se produce cuando esta cuestión se convierte en el centro de todo y se separa de la cuestión central, olvidando que su causa última es la propia dinámica del capitalismo que tiende a producir al margen de las necesidades y del control social, sin que puedan establecerse barreras, hasta que, inevitablemente se enfrenta a sus propias contradicciones y destruye masivamente fuerzas productivas, en un proceso incesante.
Así pues, la pregunta no es tanto qué medidas concretas son necesarias para combatir la degradación medioambiental (que también), sino cómo afrontar en términos políticos la lucha para superar un modo de producción anárquico e irracional como el capitalista, superándolo por otro, sujeto a las necesidades, el interés y la planificación colectivos. Y en éste asunto, como en todos los que implican intereses contradictorios, la perspectiva de clase es determinante.
Es habitual que una parte importante del discurso ecologista intente “convencer” al sistema de las bondades de un cambio de política, presuponiendo siempre que es posible moderar la tendencia a la anarquía productiva y sujetar la tendencia a ignorar el interés colectivo y saltar por encima de cualquier barrera de control social, propias de la producción capitalista. La pequeña burguesía que intenta desplegar su propio programa político, concibe la cuestión como un problema meramente “técnico”, ajeno a otros que enfrenta la mayoría trabajadora, y en el que lo determinante es la “actitud individual”. La fragmentación de objetivos es característica y previsible en una clase que no se plantea acabar (superar) el sistema capitalista, sino únicamente pulir sus contradicciones más flagrantes.
De hecho, en torno a la economía “verde” se generan expectativas de negocio para empresarios que,
respetando las reglas de juego del modo de producción capitalista y centrándose en cuestiones de eficacia, eficiencia, etc al margen de otras consideraciones, buscan en el ámbito ecológico, la base de su negocio.*(3)
Para la oligarquía esta perspectiva es muy adecuada, por cuanto dispersa las luchas y contribuye a alejar al proletariado de sus objetivos centrales. El “ambientalismo pequeño burgués“ tiene, por otra parte, una larga tradición en la Europa Capitalista; no en vano, el movimiento “ecopacifista” tuvo su puesta de largo con el Partido de los Verdes de Alemania, hace ya más de 30 años; esta formación, surgida oportunamente cuando la crisis de los Estados revisionistas se agudizaba y la oligarquía alemana vislumbraba la posibilidad de la reunificación de los dos estados, fue la primera en recorrer el camino entre lo “alternativo” y lo aceptable por el sistema, disputando el campo popular a la izquierda tradicional europea ya entonces adocenada; hasta el punto de que, como ya hemos recordado más de una vez, fue un ministro “ecopacifista” (Joschka Fischer) quien autorizó la intervención de tropas alemanas en un conflicto militar fuera de sus fronteras, por primera vez desde la II Guerra Mundial.
Es cierto que la Unión Europea ha reducido ligeramente sus emisiones de gases de efecto invernadero desde 1990 (año tomado como base para el calculo en el protocolo de Kyoto de 1997), lo que le permite presentarse como abanderada de la defensa del medio ambiente entre las grandes potencias y utilizar ese dato como argumento “diplomático” en la pelea por el reparto de áreas de influencia.
Pero también lo es que al mismo tiempo fomenta y desarrolla una política ultra liberal que intenta evitar los obstáculos a la libre acción del capital en todos los órdenes (sus directivas, el Acuerdo Transatlántico-TTIP-, etc, van en esta dirección); algo que casa mal con su pose “verde”.
Hoy en día, en términos absolutos, China es el país del mundo que más gases de efecto invernadero emite (no en términos “per cápita”), pero EEUU triplica las emisiones históricas de esa potencia y la Europa Occidental, las dobla sobradamente.
La situación internacional se complica día a día: se suceden recaídas sucesivas en la crisis económica que sacude al imperialismo; los denominados países emergentes (entre los que se encuentra China) ven moderarse bruscamente su crecimiento…En este contexto, el sentido que adopten las decisiones de las grandes potencias previsiblemente será contrario a cualquier acuerdo global entre ellas que vaya más allá de compromisos “cosméticos”.
De hecho, el sector energético del que proceden el 75% de las emisiones de gases de efecto invernadero, está detrás de una parte determinante de las tensiones entre las diversas potencias que han convertido el próximo oriente y latinoamérica en focos permanentes de guerras, golpes de estado y amenazas entre ellas. *(4) La dependencia de economías como la China (y en menor medida, la UE) de las fuentes de energía fósil convierten el control de las zonas de producción y de las vías de distribución de petróleo y gas (y la busca de alternativas como el gas esquisto, de obtención muy contaminante) en un objetivo prioritario para las potencias competidoras.
En la reciente cumbre del G20, la Rusia de Putin denunció que varios de los participantes en ella subvencionaban al Estado Islámico, cuyas finanzas dependen en gran parte de la distribución y comercialización de petróleo obtenido en zonas controladas por ellos. Nadie torció el gesto. No parece, por lo tanto que la cumbre de París abra buenas perspectivas de acuerdo.
En un artículo reciente, un dirigente ecologista señalaba: “El cambio climático exige respuestas globales, responsabilidad compartida y colaboración internacional”. Justo lo que ninguna de las grandes potencias imperialistas, responsables de la mayor parte de las emisiones de gases de efecto invernadero, están dispuestas a asumir. La cita de París, nos tememos, será otra ocasión perdida, en la que los representantes de la UE, EEUU, China, etc utilizarán la amenaza real que supone el cambio climático como argumento en su pelea por las áreas de influencia.