J. P. Galindo
Los acontecimientos que periódicamente se repiten en Palestina, donde el Estado terrorista de Israel lleva a cabo una política de ocupación, apartheid y deportaciones masivas contra la población nativa desde hace más de medio siglo, se corresponden a la aplicación de una forma de fascismo específicamente adaptada a la idiosincrasia judía: el sionismo.
Hay que comenzar aclarando que el sionismo es la ideología de una fracción de la religión judía, pues esta religión se ha dividido históricamente según su lugar de asentamiento. Concretamente existen dos grandes grupos mayoritarios: el de los judíos asquenazíes (cuyo nombre viene del nombre hebreo de Alemania), que representa la comunidad judía de Europa central y oriental desde Francia hasta Rusia, y el de los judíos sefardíes vinculados a la península ibérica (denominada Sefarad) hasta el siglo XV y a sus lugares de exilio en Latinoamérica y el sur de Europa tras su expulsión. Existe además un grupo minoritario de judíos mizrajíes vinculado con las comunidades judías dispersas por el continente africano y el medio y lejano oriente. De todas estas, únicamente la comunidad askenazí tiene vinculación directa con el sionismo.
En el seno de esa comunidad religiosa (y más concretamente entre la intelectualidad burguesa askenazí), se produjo a mediados del siglo XIX un análisis de la historia y situación de los judíos en general y de los europeos en particular que, en un paralelismo con los procesos de autodeterminación nacional que en aquel momento estaban impulsando las naciones sin Estado, llegó a la conclusión de que la solución a sus problemas era el establecimiento de un Estado propio para toda la comunidad judía a nivel mundial, tal y como quedó expuesto ta en 1896 en el libro «El Estado judío» publicado por el ideólogo sionista Theodor Herzl de origen austro-húngaro. Su propuesta incluía el «regreso» a la tierra donde, según las escrituras sagradas del judaísmo se situaron los reinos de Judá e Israel (llamada poéticamente Sión), y que en aquel entonces era una provincia del Imperio Otomano denominada Siria Otomana que incluía las actuales Palestina, Jordania y Siria.
La confluencia de ese objetivo político alentado por la burguesía judía (propia de las aspiraciones nacionalistas del momento, orientadas a constituir naciones-Estado de carácter liberal), y el tradicional sentimiento nostálgico idealizado durante siglos en los ritos religiosos judíos donde se lamenta la destrucción del Templo de Jerusalén y la expulsión de los judíos de Palestina a manos de los romanos, dieron lugar a un verdadero movimiento sionista mundial (pero principalmente europeo) con importantes contactos con las clases dominantes a ambos lados del Atlántico.
Esto explica por qué cuando Gran Bretaña ocupa militarmente la Siria Otomana en plena Primera Guerra Mundial y la divide en dos territorios; Palestina y Jordania, el gobierno británico hace público su compromiso por establecer un «hogar nacional» para los judíos en Palestina (Declaración de Balfour de 1917), sin llegar a aclarar si eso implica el establecimiento de un Estado propio (cosa que ya había prometido también a la población musulmana), o una solución distinta.
A raíz de la Declaración de Balfour, durante los años 20 y 30 y especialmente antes y durante la Segunda Guerra Mundial el sionismo se ve reforzado como corriente política dentro del judaísmo lanzándose a la creación de multitud de organizaciones de todo tipo (deportivas, juveniles, culturales, políticas, sindicales…) desde las que difundir y reforzar su ideología. Entre estas destacan las dedicadas específicamente a organizar grandes oleadas de migración judía hacia Palestina, como la Agencia Judía para la Tierra de Israel establecida en 1923, y que llevó a cabo hasta 1947 seis de estas oleadas con miles de migrantes en cada una de ellas. El origen nacional y las circunstancias de estos migrantes explican buena parte del carácter agresivo y reaccionario de la posterior ocupación sionista, puesto que procedían de comunidades perseguidas por el antisemitismo de Europa central y, en muchos casos, de exiliados que huían de las revoluciones proletarias que se producen a partir de 1917 en la Europa oriental.
Ese carácter sectario y violento no se apaciguó una vez creado el Estado de Israel en 1948 con el beneplácito de las Naciones Unidas, la URSS y los EEUU, sino que por el contrario, se vio reforzado al obtener los mecanismos represivos del Estado. En este escenario, el sionismo se encuentra en condiciones de aplicar su programa político completo, aplicándose en la limpieza étnica de la población palestina (obligada a replegarse hacia Egipto, Líbano y Jordania), para ir extendiendo sus colonias de ocupación lenta pero constantemente hacia el objetivo declarado de constituir la «Gran Israel» que debería extenderse desde el río Nilo, en Egipto hasta el río Eúfrates en Iraky Siria.
El sionismo actual muestra las mismas características que cualquier otra expresión del fascismo: parte de una interpretación idealizada y mesiánica de un «pueblo elegido» para ser superior a los demás, es decir, es chovinista hasta la médula; mantiene una permanente militarización de la sociedad ante amenazas internas y exteriores (reales o no), aplicando la represión más descarnada contra su propio pueblo; señala a un colectivo concreto como enemigo histórico de su pueblo, lo deshumaniza y normaliza actitudes abiertamente racistas contra él, ejerciendo una verdadera dictadura terrorista; y se pone al servicio de la dominación burguesa más reaccionaria, expansiva e imperialista.
El sionismo lleva a cabo las mayores violaciones de todas las leyes internacionales de la guerra, la diplomacia e incluso la convivencia más básica, lanzando acusaciones de antisemitismo contra cualquiera que osa cuestionar sus criminales prácticas (obviando el hecho de que también los pueblos palestino, sirio, jordano o libanés son étnicamente semitas), mientras apela al derecho del «pueblo judío» a poseer un Estado propio. Un derecho, por cierto, que el camarada Stalin en su obra «El marxismo y la cuestión nacional» (1913), negaba al considerar que el judaísmo no constituía una nacionalidad por carecer entonces de la necesaria unidad territorial, lingüística e incluso histórica entre las distintas comunidades judías dispersas por el mundo.
Hoy el Estado de Israel es un instrumento del sionismo que, lamentablemente, cuenta con el beneplácito y la colaboración de las principales potencias imperialistas mundiales que amparan su impunidad y aplauden (por acción o por omisión) el genocidio del pueblo palestino. Mientras, la burguesía española, como fiel escudero del imperialismo yanqui, trata de poner una vela a dios y otra al diablo apelando con la boca pequeña al reconocimiento del Estado palestino (pero sin dar ejemplo de ello) sabiendo que nuestro pueblo respalda la resistencia y la heroíca lucha de un pueblo al borde del exterminio, al mismo tiempo que firma contratos multimillonarios de suministro de armas al terrorismo sionista siguiendo las órdenes de Washington.
La lucha contra el fascismo sionista es también la lucha contra nuestra propia burguesía, colaboradora necesaria del entramado imperialista mundial, que mantiene en movimiento la maquinaria criminal del genocidio palestino. Por tanto, la lucha contra el fascismo sionista es también una parte de nuestra propia liberación como clase y como pueblo.