por Santiago Baranga
Es norma, en las tiranías, apretar las tuercas al vecino para silenciar los problemas internos. Lo sabe bien la monarquía marroquí, que hace décadas ligó su futuro al del Sáhara Occidental, y así van tragando Francia y, sobre todo, España con lo que el sátrapa les dicte, para que “nuestras” empresas puedan seguir participando del saqueo, mientras el rey alauita decide cuántos migrantes (¿y alijos, y terroristas?) cruzan el Estrecho. La última, por cierto: Exteriores acaba de decidir que es peligroso viajar a los campamentos saharauis de Tinduf, por el riesgo terrorista; no como Marruecos, por lo visto, aunque allí sí ha habido atentados yihadistas mortales. Y lo dicen, cómo no, el mismo día que Sánchez recibe al ministro marroquí de Asuntos Exteriores.
De la misma forma, Israel tiene, desde que Sharon decidió evacuar la franja de Gaza hace catorce años, un cómodo chivo expiatorio y válvula de escape a tan solo unos minutos de misil de Tel Aviv. Con precisión casi milimétrica, desde hace más de una década toda crisis política en el estado sionista tiene su reflejo sangriento en Gaza. Al fin y al cabo, como dice cada vez más abiertamente la derecha israelí, «hay que completar la Nakba», es decir, la limpieza étnica contra los palestinos.
No es de extrañar que los asuntos israelíes estén tan ligados a la política internacional. Al fin y al cabo, si el estado hebreo sigue existiendo es porque cumple una función concreta –gendarme de EEUU en la zona– en los conflictos geopolíticos. De ahí que, acosado por los escándalos de corrupción, Netanyahu corriera el año pasado a pedir árnica a Trump, tan comprensivo con el israelí en lo que se refiere a Irán y la capitalidad de Jerusalén. Tal y como ha sucedido en los últimos setenta años, Israel es un factor de desestabilización de todo el Oriente Próximo y escenario privilegiado de lo que significa la barbarie imperialista en nuestra época.
Perseguido por las acusaciones, el primer ministro en funciones necesita aferrarse al poder para salvar el cuello. Por eso no ha podido aceptar otra salida que no fuera encabezar el gobierno y resistir frente a los intentos del “centrista” Benny Gantz (el que dirigió el ataque a Gaza en 2014, que costó la vida a 2.200 de sus habitantes), aun a costa de tener que convocar casi con seguridad, el 12 de diciembre, las terceras elecciones en este año.
Y, mientras tanto, el guion se repite con trágica y similar cadencia: en mayo, poco después de las primeras elecciones del año, los proyectiles de Hamás y la Yihad Islámica provocaron cuatro muertos. Por su parte, el ataque de la aviación israelí, el más brutal desde el noviembre anterior, costó veintiuna vidas, incluidas dos mujeres embarazadas y un bebé, además de 140 heridos, 60 casas destruidas y 540 dañadas, sin que se alterara un milímetro la celebración del engendro eurotelevisivo. También entonces se produjo el primer “asesinato selectivo” –uno de los tipos de ejecución extrajudicial favoritos del Estado sionista– desde 2014. Pese a todo, Netanyahu no pudo formar gobierno y hubo que repetir las elecciones en septiembre.
Para ese mes, el lanzamiento de dos cohetes por la Yihad Islámica –interceptados por el escudo Cúpula de Hierro, como suele suceder con al menos las tres cuartas partes de los proyectiles gazatíes– sirvió al primer ministro como pretexto para intentar aplazar las elecciones y lanzar un ataque a gran escala contra la franja. El objetivo político de tal pretensión –finalmente desestimada– era evidente, dada la incertidumbre reinante acerca del resultado electoral.
Finalmente, y en medio de la confusión provocada por la rivalidad entre el Likud y la ultraderecha de Lieberman –ahora «laico conservador» para El País–, más el fracaso de las negociaciones para un gobierno de Gantz –con o sin Netanyahu–, y con la amenaza de procesamiento sobre la cabeza de este último, el pasado 12 de noviembre el ejército israelí llevó a cabo un nuevo “asesinato selectivo”, esta vez contra Baha Abu al Ata, comandante de la Yihad Islámica. Como de costumbre, el 90% de los cohetes palestinos fueron interceptados por el escudo de defensa israelí, pero ello no impidió a los sionistas provocar, al menos, treinta y cuatro muertos en dos días. «Los jefes terroristas saben que pueden convertirse en una diana en cualquier momento y que podemos actuar en cualquier lugar», afirmó sin rodeos el cínico Netanyahu, como primer ministro de un estado que, a ojos de Occidente, es homologable a cualquier democracia burguesa europea. Una semana más tarde, la Administración Trump le daba un nuevo espaldarazo al considerar legales los asentamientos en los territorios ocupados, rompiendo con lo que se había considerado internacionalmente como una ilegalidad desde la guerra de 1967. Por su parte, la responsable de la diplomacia europea, Federica Mogherini, se contentó con llamar a Israel «a poner fin a toda actividad de los asentamientos, en línea con sus obligaciones como potencia ocupante».
Entretanto, se conocía la condena de un mes de “servicios a la comunidad” al francotirador israelí responsable del asesinato de un adolescente, en julio de 2018, junto a la frontera de Gaza: un campo de concentración gigantesco, cuyos más de dos millones de habitantes agonizan víctimas del régimen racista de Tel Aviv. La experiencia de las últimas décadas demuestra que no hay grandes diferencias, en el largo plazo, entre los gobiernos de Netanyahu y los “progresistas” como Rabin o Barak. Con más de 20.000 huidos al año, un 50% de paro, escasez de los productos básicos y un macabro goteo de muertes a manos de los francotiradores y por la represión en la frontera (316 víctimas en el último año y medio), Israel ejecuta, lenta pero implacablemente, el sueño de la ultraderecha: “completar la Nakba”.