J.P. Galindo
Puede parecer que con la desaparición de las grandes fábricas y polígonos industriales, propia de esta etapa de capitalismo agónico, también ha desaparecido la lucha de clases entre trabajadores y capitalistas. Sin embargo, esa lucha continúa, aunque bajo una forma nueva y un escenario diferente; ya no se localiza tanto en aquellos puntos concretos, normalmente a las afueras de las grandes ciudades del siglo pasado, sino que se ha diluído en el interior de los barrios para hacerse difusa pero omnipresente. Allí siguen chocando los intereses de dos clases contrapuestas e irreconciliables: el proletariado y la burguesía.
Europa occidental sufrió una desindustrialización radical a partir de los años 70 del siglo XX como consecuencia de las crisis económicas y al desarrollo de las tecnologías digitales. Los viejos centros productivos y las enormes fábricas humeantes desaparecieron del paisaje europeo para trasladarse al lejano oriente, donde los márgenes de ganancias seguían siendo tan altos que los capitalistas occidentales podían dedicar una buena parte de su riqueza a capitalizar (es decir, a convertir en capital productivo) nuevos sectores de la sociedad en sus países de origen. Así, lo que antes habían sido inversiones públicas a fondo perdido (servicios públicos como la recogida de basuras, la educación, la sanidad, etc.) fueron privatizados y convertidos en mercancías en esa segunda mitad del siglo XX. Hoy, en una región como Madrid, la capital del ultra-neoliberalismo en España, es prácticamente imposible encontrar un solo servicio público gestionado directamente por quienes cobran sus sueldos por gestionarlas desde las instituciones políticas.
Pero el verdadero negocio para la burguesía no estaba en los servicios públicos, sino en una mercancía de valor prácticamente inagotable: la vivienda. Tras la neoliberal Ley del Suelo de José María Aznar en 1997 comienza a crecer la que sería la mayor burbuja inmobiliaria de la historia de España; durante una década, las administraciones públicas de todos los niveles sirvieron a los grandes capitalistas inmobiliarios ingentes cantidades de suelo «virgen» listo para edificar y vender al mejor postor.
Agotada (temporalmente) esa fuente de riqueza con el estallido de la crisis en 2008, y con la economía estancada de forma indefinida (ya llevamos 15 años de «estanflación»), la burguesía ha puesto sus ambiciosos ojos en otra forma de explotar la vivienda: el mercado del alquiler.
Ya no se trata simplemente de alquilar viviendas a precios altos, como se ha hecho siempre, sino de modelar por completo barrios enteros de las grandes ciudades aprovechando el impulso del turismo (otra fuente de grandes ganancias con inversiones mínimas), para convertirlos en verdaderos centros comerciales al aire libre donde todo (viviendas, parques, calles, plazas, residuos, transportes…) genere una ganancia económica para el inversor privado. En esas condiciones, el vecino permanente, la familia arraigada en el barrio, acaba por perder los recursos básicos para continuar viviendo en su barrio; los precios se disparan debido al poder económico de los turistas, las tiendas de productos básicos desaparecen para ofrecer ocio al visitante, los espacios públicos se mercantilizan y se colapsan…
Uno de estos barrios bajo el asedio especulador es Lavapiés, en Madrid. Un barrio castizo y popular, que en su día fue uno de esos núcleos industriales del extrarradio de las grandes ciudades, que albergó la Real Fábrica de Coches de Madrid (situada en un lateral de la plaza homónima hasta que se incendió en 1800), la Fábrica de Cervezas de Lavapiés desde 1830 (hoy teatro Valle-Inclán), y más atrás aún la Real Fábrica de Aguardientes y Naipes de Carlos III, que José Bonaparte convirtió un siglo después en Fábrica de Tabaco (la famosa Tabacalera).
Lavapiés, como otros barrios populares que ya sufrieron la «gentrificación» antes (Chueca, Malasaña, Huertas), llegó al siglo XXI con un vecindario de clase trabajadora y bajos ingresos (trabajadores no cualificados, inmigrantes, estudiantes…), que alquilan (raras veces se compran) viviendas humildes y pequeños comercios a precios asequibles por periodos de tiempo prolongados. Una combinación de condiciones idóneas para para los grandes buitres capitalistas que buscan comprar viviendas a precios bajos para después rehabilitarlas y alquilarlas a precios altos como apartamentos destinados al turismo.
Este es el caso del edificio situado en el número 7 de la calle Tribulete. Un edificio antiguo que alberga 54 viviendas y 2 locales en la planta baja que acaba de pasar a ser propiedad de una SOCIMI (sociedad anónima de inversión inmobiliaria, una forma de empresa que desde el año 2009 está exenta de pagar el impuesto de sociedades en España) llamada Elix Rental Houstings, que funciona como títere del grupo inversor hispano-alemán Altamar-CAM, dirigido por Claudio Aguirre, primo de la ex presidenta de la Comunidad de Madrid Esperanza Aguirre, y que cuenta entre sus directivos con ex dirigentes de fondos especulativos como Lehman Brothers, Blackstone y la asesoría multinacional Prince Waterhouse Coopers, y que dispone, según su propia página web, con activos por valor de más de 18.000 millones de euros.
Y frente a este Golitah, el mismo David de siempre: los vecinos, los trabajadores organizados para defender sus barrios y sus casas. Lavapiés siempre compensó el abandono institucional con un potente tejido asociativo y vecinal que hoy, con la ayuda del Sindicato de Inquilinas e inquilinos de Lavapiés, ha logrado organizarse para evitar en lo posible las negociaciones individuales con la empresa, donde saben que la situación personal puede obligar a aceptar condiciones penosas. Precisamente por ello, la empresa ha contratado a María José Jiménez Cortiñas (presidenta de la asociación Gitanas Feministas por la Diversidad) para presentarse como trabajadora social ante los afectados y tratar de ganarse la confianza de los más necesitados en favor de la multinacional.
La lucha vecinal de Tribulete 7 y de todo Lavapiés está en pleno auge. Varios partidos políticos de la izquierda institucional ya han tratado de presentarse sobre el terreno como aliados de los afectados, siendo recibidos con el natural recelo por los vecinos y vecinas que saben bien que cuando esos mismos partidos están en el Gobierno y pueden atajar esta situación, siempre encuentran excusas para no derogar las leyes que protegen la especulación y la privatización.
La lucha de clases está presente y se vive en el barrio, donde chocan dos formas de entender la ciudad: Los trabajadores la entienden como un espacio compartido en el que vivir, relacionarse y estar, mientras los especuladores capitalistas y sus aliados políticos la entienden como un bien de cambio, una simple mercancía con la que obtener el máximo beneficio con el menor gasto. De ese choque surge (no puede ser de otra forma) un movimiento amplio y popular en defensa de los derechos de las clases populares (derechos ya conquistados y derechos aún por conquistar), dejando atrás la visión individual de los problemas para afrontarlos desde una perspectiva social, colectiva; cuestionando una legalidad interesada, que no sirve para paliar las diferencias de clase sino para marcarlas a fuego, y señalando la complicidad necesaria de los poderes políticos con los especuladores para poner a la vista las raíces ideológicas de estos conflictos «vecinales».
Tribulete y todo Lavapiés están dando un ejemplo real, de esos que no se encuentran en los medios de comunicación, porque no interesa que cunda el ejemplo, porque ellos sí saben que no hay soluciones parciales ni reformas permanentes; porque el problema es tan amplio y profundo que es necesario unir fuerzas suficientes como para dar un giro completo a la realidad. La unión nos hace tan fuertes.