C. Hermida
El 6 de junio del presente año se cumple el 79º aniversario del desembarco de Normandía. Fue, sin duda, un episodio bélico de suma importancia en el transcurso de la II Guerra Mundial, y así lo consideran los historiadores de diferentes tendencias ideológicas, de la misma forma que todos los antifascistas rinden homenaje a los miles de soldados norteamericanos, ingleses y canadienses que murieron luchando contra los nazis en las playas de Francia. Pero una cosa es reconocer el valor, heroísmo y sacrificio de las tropas aliadas, que nadie niega, y otra bien distinta es convertir ese episodio militar en la batalla más importante de la contienda y afirmar a renglón seguido que en Normandía los alemanes perdieron la guerra. Salimos en ese momento del terreno científico de la objetividad histórica y entramos en el mundo del mito y la leyenda, creados en buena medida por el aparato propagandístico cinematográfico de Estados Unidos. El soldado Ryan contribuyó a la victoria sobre el nazismo, pero no fue el elemento decisivo en la derrota de Alemania.
El 22 de junio de 1941 un inmenso ejército alemán, que integraba también tropas de países fascistas aliados de Alemania, atacó, sin previa declaración de guerra, a la Unión Soviética. En esos momentos Hitler era dueño de Europa y solo el Reino Unido resistía a la máquina de guerra germana. Durante tres años la Unión Soviética resistió la embestida de la Wermacht. Stalin pidió en repetidas ocasiones a Estados Unidos, que había entrado en la guerra en diciembre de 1941, que abriera un segundo frente en Europa para aliviar la presión que ejercía el ejército alemán sobre la URSS. Sin embrago, con excusas de tipo técnico y logístico, el gobierno estadounidense fue retrasando dicha apertura. Es evidente que el desembarco en Europa no era una tarea sencilla y conllevaba un inmenso despliegue de fuerzas que requería tiempo reunir y coordinar, pero también es cierto que Estados Unidos y el Reino Unido, como potencias capitalistas, estaban interesadas en que la Unión soviética sufriera el mayor desgaste posible y saliera debilitada de la guerra. No olvidemos que la II Guerra Mundial fue en el sentido político una guerra extraña, en la que la burguesía inglesa y estadounidense no tuvieron más remedio que aliarse con un país socialista para poder vencer al capitalismo alemán.
Cuando los aliados desembarcaron en Normandía, el Ejército Rojo, tras expulsar a los alemanes de la URSS, se encontraba en disposición de liberar todo el continente europeo del dominio nazi, lo que hubiera supuesto la desaparición del capitalismo en toda Europa. Para Estados Unidos e Inglaterra se volvió una tarea urgente impedir que los soviéticos alcanzaran Europa occidental. La apertura del segundo frente ya no podía retrasarse más.
El mayor sacrificio, las mayores pérdidas humanas y materiales en la guerra correspondieron al pueblo soviético. El presidente estadounidense Roosevelt y el primer ministro británico Churchill así lo reconocieron en su momento, pronunciando palabras de elogio y admiración en relación con Stalin y el esfuerzo de guerra soviético. Afortunadamente existen las hemerotecas y las bibliotecas, y los desmemoriados o quienes padecen amnesia histórica selectiva harán bien en visitarlas de vez en cuando. Así podrían comprobar que el 27 de septiembre de 1944 Churchill afirmó que “el ejército ruso sacó las tripas a la máquina de guerra alemana y en la actualidad contiene en su frente a la mayor parte de las fuerzas del enemigo” o lo que Roosevelt escribió en mayo de 1942: “me es difícil eludir un hecho tan sencillo como que los rusos matan más soldados enemigos y destruyen más armamento que los 25 Estados de las Naciones Unidas tomados en su conjunto”. El general C. Chennault, jefe de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos en China, reconoció en agosto de 1945 que la entrada de la Unión Soviética en la guerra contra el Japón fue el factor decisivo que aceleró el fin de la contienda en Extremo Oriente, incluso si no se hubieran lanzado las bombas atómicas. Solo los historiadores con anteojeras pueden ignorar que el ejército alemán perdió el 75% de su artillería, aviación y carros de combate en el frente del este, así como 607 divisiones, mientras que en los demás teatros de operaciones perdió 176 divisiones. Eso sí, con un coste extraordinario: la Unión Soviética tuvo 27 millones de muertos; 1.700 ciudades, 70.000 aldeas, 32.000 empresas industriales y 65.000 kilómetros de ferrocarril fueron destruidos durante la contienda.
La URSS fue capaz de construir más aviones, carros de combate y piezas de artillería que Alemania. El mérito es inmenso si tenemos en cuenta que los alemanes disponían de todos los recursos materiales de los países europeos ocupados y que una parte importantísima de las materias primas de la Unión Soviética se hallaban en las zonas ocupadas por los nazis. Si en estas condiciones tan adversas, el Ejército y el pueblo soviéticos pudieron vencer a la poderosísima maquinaria bélica germana fue debido a la dirección del Partido Comunista y a la planificación económica socialista. Eso es lo que a muchos les cuesta reconocer: que la victoria sobre la Alemania nazi fue un triunfo del socialismo edificado bajo la dirección de Stalin.