J. P. Galindo
El capitalismo se extendió por el mundo durante dos siglos devorando los recursos naturales del planeta, y ha tardado menos de dos décadas de total hegemonía mundial en conducirnos a un apocalipsis medioambiental irreparable. Llegados a este punto a la humanidad solo le queda un camino: implantar el socialismo como única salida al camino sin retorno del capitalismo.
Aunque se considera a Lenin el descubridor del imperialismo moderno tras la publicación de su folleto «El imperialismo, fase superior del capitalismo» en 1917, lo cierto es que ya en 1867, cincuenta años antes, Marx había llegado la conclusión de que la industrialización de los países capitalistas solo podía resultar en que una masa de trabajadores «sobrantes» se vería forzada a emigrar a países menos desarrollados, a colonizarlos y vincularlos con su metrópoli de origen. Marx definió este escenario como «una nueva división internacional del trabajo» (El Capital, Tomo I, cap. XIII) basada en la orientación fundamentalmente industrial o fundamentalmente agrícola de los distintos países del mundo. Es decir, aplicando las propias leyes del desarrollo interno del capitalismo como modo de producción, Marx ya señaló que su fase más desarrollada sería lo que medio siglo después Lenin bautizaría como imperialismo o «capitalismo agonizante».
Y, efectivamente, así se desarrolló el capitalismo desde la segunda mitad del siglo XIX hasta la primera mitad del siglo XX; a base de extender tentáculos de dominación económica y política por el mundo, para alimentar la insaciable voracidad de una producción anárquica y descentralizada en la que la producción no está motivada por la satisfacción de las necesidades individuales, sino por el intercambio comercial constante.
Sin embargo, esa dinámica de consumo imparable choca frontalmente con una realidad insalvable: el planeta tiene unos recursos naturales limitados que deben ser constantemente reutilizados para mantener el normal funcionamiento de los ciclos naturales que han permitido la vida, pues no es posible agregar nuevas materias primas a la Tierra.
Hasta la primera mitad del siglo XX esa frontera pudo ser ignorada por el capitalismo en expansión gracias a la existencia de zonas «vírgenes» donde el capitalismo aún no había hecho presa de sus recursos naturales. Pero una vez los países capitalistas extendieron su red por todo el planeta, solo era cuestión de tiempo que el proceso entrara en colapso. Las dos guerras mundiales representaron, desde la visión capitalista, agónicos intentos de las burguesías que se consideraban mejor posicionadas (las europeas y estadounidenses), para despojar a las menos desarrolladas y someterlas a su control. La corrupción y colapso de los países socialistas a lo largo de la segunda mitad del siglo XX fue una «lenta» restauración del dominio capitalista sobre una parte del mundo momentáneamente liberada de esa carga.
Pero el capitalismo ha llegado al siglo XXI sin más ases en la manga: la economía global es completamente capitalista, y ni siquiera una guerra mundial que reorganice la «división internacional del trabajo» ofrece una salida válida. Ahora no se trata de ocupar más y mejores tierras, sino del agotamiento mismo de la Tierra en conjunto. El problema es tan grave que incluso la burguesía se permite el lujo de preocuparse; desde hace unas pocas décadas las correas de transmisión de la ideología burguesa (los medios de comunicación), mantienen una campaña permanente de terror medioambiental combinado con discursos esperanzadores basados en la «co-responsabilidad» de empresas y consumidores, llamamientos al esfuerzo individual para salvar el planeta, y bienintencionadas cumbres y agendas internacionales que prometen paliar los efectos más dañinos del proceso. Sin embargo, ninguna de estas «soluciones» afronta el origen del problema (el modo de producción capitalista mundial) y por tanto están condenadas de antemano.
Nos toca a nosotros, los comunistas, ser una vez más los más realistas y consecuentes ante la situación: el daño ya está hecho y no sabemos (aunque lo sospechamos) si los efectos son ya irremediables. Los hechos son, por un lado, que el planeta está dando muestras claras de colapso, y por el otro, que conocemos el origen de ese colapso pero no tenemos el poder para detenerlo.
El peso de la misión histórica del proletariado como sujeto revolucionario crece por momentos. Ya no se trata, como ocurría en los dos siglos anteriores, de «simplemente» liberar a las clases trabajadoras de la dictadura burguesa y terminar con la explotación del hombre por el hombre; ahora, además, la historia nos impone un objetivo mucho más amplio: la superación del anárquico modo de producción capitalista y su sustitución por una economía mundial planificada bajo el modelo socialista, para detener de raíz la degradación de las condiciones necesarias para la vida en la Tierra.
La Revolución proletaria nunca ha sido un capricho sino una necesidad, pero actualmente ha adquirido el rango de urgencia para toda la humanidad. Los tibios intentos de encajar el ecologismo y el capitalismo bajo disfraces socialdemócratas y reformistas como el «green new deal» o los diversos partidos «ecosocialistas» están abocados al fracaso porque no abordan la raíz del problema: el capitalismo ha alcanzado un grado de desarrollo que lo hace incompatible con la vida misma. Solo su erradicación a la mayor brevedad nos ofrece una pequeña esperanza de futuro.
La organización del proletariado, su preparación para convertirse en el dirigente de todas las clases trabajadoras contra la dictadura burguesa; su capacidad para implantar el socialismo sobre las ruinas del capitalismo, de reconducir la economía hacia un modelo orientado a la satisfacción de necesidades y no a la producción ciega e irracional; esta es la prioridad absoluta de los comunistas en estos momentos, haciendo valer más que nunca las palabras del Manifiesto Comunista: «Los comunistas no se distinguen de los demás partidos proletarios más que en esto: en que destacan y reivindican siempre, en todas y cada una de las acciones nacionales proletarias, los intereses comunes y peculiares de todo el proletariado, independientes de su nacionalidad, y en que, cualquiera que sea la etapa histórica en que se mueva la lucha entre el proletariado y la burguesía, mantienen siempre el interés del movimiento enfocado en su conjunto». Es decir, debemos hacer de nuestra roja bandera la bandera de la humanidad, de la supervivencia de nuestra especie y de toda la vida en la Tierra, uniendo bajo su sombra a todos los perjudicados por el capitalismo depredador.
El socialismo reclama con fuerza su lugar en la historia. Ya no se trata del manido lema «socialismo o barbarie» sino de que nuestra especie continúe avanzando o se extinga, con la particularidad de que en esa lenta agonía arrasaremos al 99% de los seres vivos del planeta. El fin del mundo está ocurriendo ante nuestros ojos, pero aún podemos elegir: Socialismo o extinción.