A. Torrecilla
El capitalismo es incapaz de morir dignamente tras más de siglo y medio de angustiosa agonía imperialista. Y mientras agoniza, surgen una y otra vez los «monstruos» de los que hablaba Gramsci en su manoseada cita sobre el viejo mundo que desaparece ante nuestros ojos, y el nuevo mundo que pugna por surgir destruyéndolo todo a su paso. Un nuevo mundo en el que el proletariado debe decidir cuál será su papel estructural; ser protagonista y dirigente de sus propios destinos, o seguir encadenado a los caprichos de una burguesía cada vez más desquiciada.
En 1919 se estableció el primer proyecto de organización internacional, la Sociedad de las Naciones (SDN), destinada a prevenir y evitar los horrores desatados en la Primera Guerra Mundial, en un contexto histórico marcado por el proceso de sustitución del viejo modelo capitalista propio de los siglos XVIII y primera mitad del XIX —aislacionista, colonial y proteccionista— por un modelo mejor adaptado a las características de la nueva economía global: el capitalismo de libre mercado que, unas décadas después abandonaría también el colonialismo para sustituirlo por las relaciones de dependencia económica: el imperialismo, en palabras de Lenin.
Sin embargo, no es sencillo eliminar completamente las influencias de una forma económica ya superada, y aquel intento inicial terminó descarrilando a causa de las prácticas expansionistas y coloniales a las que recurrieron constantemente los Estados durante los años 20 y 30 del siglo XX, hasta desembocar en el nuevo choque militar mundial de 1939-1945, que barrió definitivamente con los restos del modelo anterior para abrir paso al mundo imperialista globalizado que ha llegado hasta nosotros.
El símbolo del nuevo orden internacional fue la creación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), que debía recoger las lecciones aprendidas tras la experiencia de la Sociedad de las Naciones, para ser una garantía de paz y estabilidad internacional a largo plazo —lo cual no significa que deje de ser un instrumento político en manos de las grandes potencias, como demuestra la vergonzosa impunidad de los crímenes del nazi-sionismo a lo largo de casi un siglo— bajo el pacto tácito de respetar el «nuevo» capitalismo.
Sin embargo, ese modelo imperialista global ha llegado rápidamente a un callejón sin salida al haber alcanzado sus propios límites físicos: el planeta entero está dominado por un único sistema económico, con sus respectivas zonas de influencia —desigualmente— distribuidas alrededor de las potencias regionales, y el desarrollo de la producción descentralizada y anárquica propia del capitalismo amenaza con la destrucción del planeta mismo por agotamiento de sus recursos. El antiguo empuje progresista que una vez tuvo el capitalismo, y que tan útil fue a la humanidad para salir de oscuridad medieval desarrollando inmensas fuerzas productivas, terminó hace mucho tiempo. La encrucijada actual a la que todos debemos hacer frente es asumir el agotamiento del capitalismo como modo de producción, avanzando hacia otro, más social y eficiente para el planeta y sus habitantes, o tratar de dar marcha atrás a la rueda de la historia.
Evidentemente, la burguesía en general no está dispuesta a perder su posición de dominio absoluto, por lo que se opone frontalmente a cualquier avance hacia la superación del capitalismo. Pero la burguesía estadounidense en particular, ha optado por intentar un «regreso al futuro» desandando el camino recorrido desde el final de la II Guerra Mundial queriendo regresar al histórico proteccionismo económico yanqui anterior al siglo XX, ahora que la burguesía china reclama el puesto de primera superpotencia mundial demostrando ser mucho más eficaz a la hora de explotar sus recursos humanos y naturales para extraer y acumular plusvalía del trabajo ajeno.
Pero para intentar la vuelta del viejo mundo proteccionista es necesario romper con el mundo real: el globalizado mercado único capitalista. En su camino hacia el pasado, el gobierno yanqui ha decidido violar sus propios acuerdos y tratados internacionales, empezando por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés), firmado en 1992 entre los EEUU, Canadá y México, aunque parece que este sea solo el comienzo del cambio de estrategia económica del país.
En el ámbito político, el giro aislacionista también está siendo tan rápido como contundente. Solo un día después de tomar posesión del cargo, Donald Trump anunció la retirada de su país de la Organización Mundial de la Salud (OMS), incluyendo su contribución técnica y financiera al proyecto y del Acuerdo de París sobre medidas contra el cambio climático, y poco después (principios del mes de febrero), EEUU ha salido del Consejo de Derechos Humanos de la ONU y ha suspendido la financiación de la UNRWA, la agencia de la ONU para los refugiados palestinos, en un claro gesto de apoyo al genocidio que está culminando el nazi-sionismo en Palestina. Pero no solo eso; también ha expresado su convicción de que el Estado terrorista de Israel le «cederá» el territorio de Gaza después de que lleve a cabo la limpieza étnica del pueblo palestino en la zona. Esto último, unido a las inauditas reclamaciones sobre Groenlandia, y el Canal de Panamá —incluso del estado canadiense al completo—, así como la ampliación del campo de concentración de Guantánamo, en territorio cubano, refuerzan el anacrónico camino emprendido por la burguesía yanqui hacia la resurrección del colonialismo clásico —la anexión directa de territorios ajenos— en lugar del imperialismo económico y su independencia nominal para los países extranjeros. En este camino, la burguesía yanqui ha encontrado su mejor aliada en la burguesía rusa, con quien ha emprendido de inmediato las negociaciones para repartirse Ucrania dejando a los «aliados» —vasallos— europeos en la estacada.
En este alucinante escenario geopolítico la clase trabajadora se encuentra, una vez más, en la tesitura de decidir su propio papel en la obra; o bien continuar subordinada a la dirección de una burguesía que ha entrado en pánico y trata desesperadamente de salvar sus privilegios, incluso pasando por encima de sus aliados históricos, o bien organizarse como clase para tomar el mando de una nave a la deriva que amenaza con hundirse arrastrando al planeta entero con ella.
Las señales que exigen que el proletariado pase a la acción por sí mismo y por la humanidad se acumulan a la misma velocidad que el tiempo se agota. El futuro depende de nosotros.