Por Jesús Anero | Octubre nº 91
En el artículo anterior expusimos que el crac de 1929 fue un acontecimiento de extraordinaria magnitud, que supuso poco menos que el colapso de la economía capitalista mundial, que quedó atrapada en un círculo vicioso donde cada descenso de los índices económicos (como el del desempleo, que alcanzó cifras astronómicas) reforzaba a la baja todos los demás.
La Gran Depresión fue una catástrofe que acabó con cualquier esperanza de restablecer la economía y la sociedad del siglo XIX. El viejo liberalismo estaba muerto o parecía condenado a desaparecer. A partir de este instante, a los pueblos se les abrieron diferentes caminos: el primero era el comunismo marxista, las predicciones de Marx se cumplían, más aún cuando la URSS era inmune a la catástrofe, pues como dijimos en el artículo anterior la URSS se estaba transformando de un país agrícola y atrasado en la segunda potencia económica mundial.
¿Qué opción le quedaba al capitalismo ante el avance y el triunfo de la revolución?
La burguesía se decantó entre dos opciones, según su temor a la clase obrera revolucionaria. Una era un capitalismo que había abandonado la fe en los principios del mercado libre, y que había sido reformado por una especie de maridaje con la socialdemocracia moderada de los movimientos obreros no comunistas, cuyo mentor intelectual era Keynes, con su obra Teoría general del empleo, el interés y el dinero. El ejemplo paradigmático de esta vía fueron los países escandinavos, pero no debemos olvidar que los movimientos socialdemócratas ya no eran fuerzas subversivas, sino partidos que sustentaban el estado, y su compromiso con la burguesía estaba más allá de toda duda.
La otra opción era el fascismo. A medida que la Gran Depresión fortaleció la marea del fascismo, quedaba patente que no solo la paz, la estabilidad social y la economía, sino también las instituciones políticas y los valores intelectuales de la sociedad burguesa liberal del siglo XIX estaban retrocediendo o derrumbándose. Cuando Hitler accedió al poder, el capital cooperó decididamente con él; el fascismo presentaba algunas importantes ventajas para los capitalistas, en primer lugar luchó contra la revolución social izquierdista; en segundo lugar, suprimió los sindicatos obreros; en tercer lugar, garantizó una mayor acumulación capitalista. Así, mientras que en Estados Unidos el 5 por 100 de la población con mayor poder de consumo vio disminuir un 20 por 100 su participación en la renta nacional total entre 1929 y 1941, en Alemania ese 5 por 100 aumentó un 15 por 100 su parte en la renta nacional durante el mismo periodo, debido sobre todo a los abundantes beneficios que trajo el fascismo alemán a sus capitalistas industriales.
Independientemente de la opción elegida por los países capitalistas, más fruto de las circunstancias particulares de cada país que de cualquier otro aspecto, el capitalismo no podía permitirse seguir gobernado mediante la democracia parlamentaria y con una serie de libertades que, por otra parte, habían constituido la base de los movimientos obreros reformistas y moderados. La burguesía, enfrentada a unos problemas económicos insolubles y/o una clase obrera cada vez más revolucionaria, se veía obligada a recurrir a la fuerza y la coerción, esto es, al fascismo.
Porque, en definitiva, no son más que dos caras de la misma moneda, pues el fascismo fue la expresión de los intereses del capitalmonopolista, igual que lo era el gobierno norteamericano del New Deal, el gobierno laborista británico o la República de Weimar.
En conclusión, la burguesía acorralada por la crisis de la Gran Depresión y el triunfo del Socialismo, recurrió a todas las posibilidades para defenderse, desde el disfraz de cordero de la socialdemocracia a su cara más brutal, el fascismo.
Actualmente, vivimos lo que se ha denominado la Gran Recesión, desde 2007 y con diversa intensidad el mundo sufre una crisis que solo encuentra comparación en aquella de 1929. Ambas situaciones son fruto de la contradicción intrínseca del capital, la crisis es fruto del sistema capitalista, y como en 1929, la burguesía ataca para intentar sobrevivir como clase dominante, y sus armas son las mismas que entonces, baste recordar el auge del fascismo en Francia, con el Frente Nacional, o los brutales recortes a la libertad realizados en toda Europa, desde Grecia, país que a pesar del clamor popular y democrático, sigue bajo el control de la Troika, hasta España, donde la crisis ha lanzado a millones de personas al paro y la indigencia, y las sucesivas leyes del sistema monárquico-parlamentario han suprimido uno tras otro los derechos adquiridos con tanto esfuerzo.
Pero existe una diferencia entre la crisis actual y la de 1929, en aquellos momentos existía un país socialista, la URSS, y un camarada, Stalin, dispuesto a extender la revolución por el mundo. La falta actual de partidos comunistas fuertes está dejando las manos libres al capital para atacar a las clases populares y así poder quitarse la incómoda careta socialdemócrata de los últimos 50 años. El capital no tiene necesidad de fingir, ni de ocultarse, puede mostrarse tal y como es: represión, desigualdad y miseria.
La única solución es la lucha desde la unidad; los comunistas, desde la vanguardia, debemos aglutinar todas las fuerzas progresistas para plantar cara a la burguesía y el fascismo, y esa respuesta debe ser una respuesta de clase, los populismos y ciudadanismos solo sirven para desmovilizar a las masas, son instrumentos de la burguesía para impedir su derrumbe, pues como ha quedado demostrado son partidos que apuntalan el sistema y que apoyan al capital.
La misión actual de los comunistas es la misma de entonces, ser el referente que lleve al proletariado a la victoria y al socialismo.