Por Santiago Baranga
La primavera de 1917 contempló importantes giros en la situación revolucionaria rusa. A la altura del verano, tales cambios desembocarían en una indiscutible preeminencia de los bolcheviques entre las masas obreras.
La VII Conferencia del Partido bolchevique, la llamada Conferencia de Abril, que representaba a 80.000 militantes, había lanzado al Partido a la preparación de la revolución socialista, bajo la consigna de “¡Todo el poder a los soviets!” Se trataba de romper con el Gobierno provisional, acabando con una dualidad de poderes que, en la práctica, hacía el juego a la dominación burguesa.
Para ello, los bolcheviques desplegaron una intensa labor agitativa, especialmente en el ejército, para el que se editaba incluso un periódico específico, el Okopnaia Pravda (La verdad de las trincheras).
Como señaló la Conferencia en una resolución, la instauración del Gobierno Provisional «no ha cambiado ni podría cambiar» el carácter imperialista de la participación de Rusia en la guerra; por ello, los bolcheviques se comprometían a ayudar «al paso de todo el poder estatal, en todos los países beligerantes, a manos del proletariado revolucionario». Los soviets, en manos de mencheviques y eseristas, se habían negado a tomar el poder, limitándose a “vigilar” a la burguesía. Ahora se trataba de denunciar la política de un gobierno –el segundo del príncipe Lvov– que, a pesar de contar desde mayo con seis ministros socialistas (mencheviques, eseristas y trudoviques), no dejaría de ser un instrumento de la burguesía y el imperialismo, cada vez más escorado hacia la reacción.
A pesar de las cada vez más evidentes limitaciones de unos soviets bien moderados, durante unos meses la táctica bolchevique reivindicó su papel de instrumento revolucionario del proletariado, dado el ascendiente que tenían sobre unas masas proletarias cada vez más inclinadas hacia la ruptura con la burguesía. De hecho, en la primavera de 1906 Lenin había considerado a los soviets como «nuevos órganos de poder revolucionario»:
«Estos órganos fueron fundados exclusivamente por las capas revolucionarias de la población, fueron fundados de una manera totalmente revolucionaria, fuera de las leyes y las reglamentaciones, como un producto de la creatividad popular primitiva, como una exhibición de la acción independiente del pueblo».
En junio, el nuevo gobierno había demostrado sobradamente su incapacidad para dar satisfacción a las aspiraciones más urgentes de las masas: pan, paz y libertad. En paralelo, el Soviet había pasado de ser una coalición de partidos socialistas para defender los intereses de los obreros frente a la burguesía, a constituir un simple puntal de un gobierno burgués en el que el propio Soviet se hallaba representado a través de los ministros socialistas. Esta situación, por la que los soviets se encontraron apoyando la continuación de la guerra imperialista, debía producir forzosamente fisuras tanto en el apoyo de los obreros como en el seno de los partidos implicados. Frente a ellos, los bolcheviques eran el único partido que sostenía una política de paz a cualquier precio y, además, no estaba comprometido en el Gobierno provisional, por lo que acabaron ganándose a la mayoría de los soldados y obreros. A principios de junio, diversas unidades del ejército votaron resoluciones en apoyo a las posiciones de los bolcheviques.
El 3 de junio (el 16, según el calendario occidental) se reunió en Petrogrado el I Congreso de los Soviets de Diputados y Soldados de toda Rusia. De los 822 delegados participantes, sólo 105 eran bolcheviques, pero no dejaron escapar la oportunidad. N. Krilenko, delegado en el Congreso, explicaba así la política del Partido en una octavilla:
«[…] ¡No se necesita coalición con la burguesía! ¡Todo el poder al Soviet de Diputados Obreros y Soldados!
Eso no significa que sea necesario derrocar ahora mismo y no supeditarse al Gobierno. Mientras marche tras él la mayoría del pueblo y piense que los cinco socialistas serán capaces de dominar a los demás, no podemos fraccionar nuestras propias fuerzas por medio de motines aislados. […]»
Pero esos ministros y sus partidos consideraban que la revolución estaba acabada, y que era la hora de la burguesía. En el transcurso de los debates, el menchevique Tsereteli, ministro de Correos y Telégrafos, llegó a afirmar:
«En el momento presente no hay ningún partido que pueda decir: “Dejad el poder en nuestras manos, marchaos, nosotros ocuparemos vuestro lugar”. Tal partido no existe en Rusia».
A lo que Lenin, desde su asiento, replicó: «Ese partido existe».
La afirmación no fue tomada muy en serio, pero lo cierto es que el Congreso permitió a los bolcheviques explicar su política a unos delegados que, en muchos casos, no los conocían más que por las calumnias de sus adversarios. Los delegados obreros y soldados escuchaban entusiasmados el discurso de Lenin:
«El paso del poder al proletariado revolucionario, apoyado por los campesinos pobres, es el paso a la lucha revolucionaria por la paz bajo las formas más seguras y menos dolorosas que haya conocido nunca la humanidad, el paso hacia una situación en que quedarán asegurados el poder y el triunfo de los obreros revolucionarios en Rusia y en el mundo entero.»
Sin embargo, el Congreso aprobó un voto de confianza al Gobierno Provisional, rechazando una resolución bolchevique a favor del paso de todo el poder del Estado al Soviet.
Dada la evolución del estado de ánimo de las masas obreras, y ante esta nueva afirmación de lealtad de los soviets hacia el gobierno de colaboración con la burguesía, los bolcheviques optaron por medir sus fuerzas, convocando una manifestación para el 9 de junio. Sin embargo, el Congreso de los Soviets se opuso a la convocatoria, consiguiendo que se cancelara. El Gobierno, envalentonado por el apoyo de esos sectores conciliadores, prohibió a su vez las manifestaciones durante tres días. Pero el creciente descontento de las masas obligó al Congreso a organizar una gran movilización en Petrogrado, en apoyo al Gobierno Provisional, para el día 18. En paralelo, el día 16 el Gobierno lanzó una ofensiva en el frente sudoccidental, con el objetivo de contrarrestar el auge de los bolcheviques. La maniobra fue un fracaso: el 90% de las consignas mostradas por el casi medio millón de asistentes eran bolcheviques: «¡Abajo la Duma zarista!», «¡Abajo los diez ministros capitalistas!», «¡Todo el poder al soviet!», «¡Es hora de terminar la guerra!», «Contra la disolución de los regimientos revolucionarios», «¡Viva el armamento de todo el pueblo, ante todo de los obreros!», etc. En el frente, diversas unidades se amotinaron contra la orden de lanzar la ofensiva.
Pese al evidente crecimiento de su influencia, los bolcheviques fueron prudentes, conscientes de que la situación no estaba madura para la insurrección y de que los componentes de la coalición de gobierno se la tenían jurada: el 3 de junio, en la Duma, Miliukov declaró que «toda la sociedad rusa debe cohesionarse en la lucha contra el peligro del bolchevismo. […] En la lucha contra este peligro, el Gobierno Provisional debe recurrir a otros medios, además del convencimiento». Unos días más tarde, Tsereteli acusó a los bolcheviques de conspiración y declaró: «Que nos perdonen los bolcheviques, pero ahora pasaremos a otras formas de lucha […]. Hay que desarmar a los bolcheviques».
El gobierno de colaboración con la burguesía había tomado, definitivamente, la senda de la reacción. El nuevo primer ministro en julio, el “socialista” Kerenski, no haría sino profundizar ese legado, hasta abrir la puerta al golpe militar. Al optar por la contrarrevolución, el Congreso de los Soviets había hecho inclinarse la situación hacia la insurrección armada: en el cuarto Congreso del Partido, a finales de julio de 1917, y bajo la dirección de Stalin (puesto que Lenin se había escondido para escapar de la ola de detenciones contra dirigentes bolcheviques), se consideró que habían pasado los días en que se consideraba posible, merced a los soviets, el desarrollo pacífico de la Revolución. Era necesaria la completa liquidación de la burguesía contrarrevolucionaria.