Por Santiago Baranga
Los marxistas-leninistas hemos insistido desde hace algún tiempo en que, pese a las apariencias, la situación política se ha ido aclarando desde la irrupción electoral del populismo “ciudadanista” en 2014. Y, en efecto, esta tendencia puede apreciarse, en primer lugar, en el sentido –muy negativo para las clases trabajadoras– de que se va despejando el camino hacia un nuevo gobierno del ultrarreaccionario Partido Popular (PP).
No hay duda de que millones de españoles se muestran atónitos, y a la vez indignados, frente a la capacidad de resistencia demostrada por el PP y la evidencia de que millones de trabajadores golpeados por la crisis se mantienen fieles a ese partido. Es cierto que, como denuncian los populistas de Podemos (silenciando interesadamente otros elementos), el factor “generacional” tiene su peso, al igual que la pertenencia al mundo rural.
Sin embargo, el proceso por el cual la oligarquía española ha convertido su proyecto político y social en hegemónico no constituye una rareza. Es necesario atender a los cambios en la estructura productiva, pero también prestar atención al aspecto superestructural (ideológico, cultural y político) del problema, para comprenderlo adecuadamente y avanzar hacia una respuesta adecuada por parte de los revolucionarios.
La construcción del consenso
Es en el contexto general que siguió a la crisis de 1973, y en las circunstancias específicas españolas de la transición de la dictadura a la democracia de mercado, donde se gestan las condiciones que permitirán al reaccionario PP establecer una hegemonía que, hoy por hoy, parece bien sólida. Para ello, sin embargo, tuvieron que contar con la leal colaboración de la socialdemocracia encarnada en el PSOE.
El culto al empresario y las medidas antiobreras emprendidas por un gobierno “de izquierda” jugó su papel a la hora de hacer que amplios sectores intermedios, e incluso obreros, se fueran inclinando hacia posiciones que se oponen clara y objetivamente a sus intereses de clase: individualismo, plena libertad de acción para el empresario, preeminencia del derecho de propiedad, etc., que supuestamente permitirían la creación de empleo, crecimiento económico y, en definitiva, la promoción social.
Claro que, visto así, parecería que la ideología burguesa habría sido “inyectada” en las clases subordinadas y que una fracción creciente del proletariado acabó aceptando pasivamente la hegemonía de los valores y concepciones de la burguesía. Pero ello significaría arrumbar la dialéctica y caer en la visión maniquea propia del revisionismo. Es cierto que los «aparatos privados» de hegemonía (Iglesia, escuela, medios de comunicación), como los llamaba Gramsci, ejercen una influencia muy poderosa. Pero ello no es suficiente para asegurarse el asentimiento de las clases trabajadoras, si no se conecta con las necesidades y preocupaciones de éstas.
En efecto, la expansión del gasto público primero, y las inversiones de capital extranjero después, crearon las condiciones para la promoción social y el consumo de importantes capas obreras y pequeñoburguesas, que engrosaron la base electoral del felipismo. De esta manera, se fue generando una importante adhesión a las concepciones acerca de la sociedad y la economía que, a esas alturas, unían a la oligarquía y a sus representantes políticos de diferentes partidos. Junto a ello, no fue menos importante el continuo bombardeo propagandístico sobre las “bondades” del régimen de 1978 y sus “pilotos” (con el borbón a la cabeza), todo lo cual dotó de legitimidad, ante amplios sectores populares, al régimen político surgido de la Transición, pese a su origen fascista.
Por otra parte, esto se consiguió mientras se mantenía, o reconstruía, la fidelidad del «franquismo sociológico», gracias a la continuidad de los aparatos represivos franquistas, la renovación de los privilegios de la Iglesia en 1979, una concepción del Estado aparentemente descentralizadora, pero que en realidad negaba los derechos de las nacionalidades y la presencia jurídica privilegiada, durante mucho tiempo, de la visión más tradicional de la familia. Es importante tener esto en cuenta, por cuanto el elemento ideológico puede ayudar a entender la vinculación de ciertas capas de población a regímenes objetivamente contrarios a sus intereses, como han demostrado historiadores y sociólogos en EEUU y Alemania. Y todo parece indicar que este es un factor de primer orden a la hora de explicar la resistencia del PP.
A lo ya expuesto cabe añadir el papel jugado por la izquierda, y más específicamente las “familias” revisionistas. Con el «consenso» de la Transición, la izquierda renunció a tener un proyecto político propio, perdiendo la calle, los espacios de sociabilidad y la hegemonía cultural, ideológica, entre la clase obrera y los amplios sectores populares que se habían organizado a su alrededor. Como sucedáneo de la ruptura preconizada en los primeros años setenta, las más variadas modas y corrientes, a cada cual más oportunista y disgregadora, fueron superponiéndose en el discurso y la acción política de una izquierda que había renunciado definitivamente a la transformación revolucionaria de la sociedad y, por tanto, a la toma del poder.
…Y estalla la crisis
Con toda esta amalgama de condicionantes, bastante coherentes entre sí, se llega finalmente al estallido de la presente crisis y a sus efectos, que han ido poniendo en su lugar a los diferentes actores políticos: tanto Rodríguez Zapatero como Mariano Rajoy sufrieron los efectos de la crisis y los recortes. La crisis hizo estallar asimismo las tensiones internas en las nacionalidades (particularmente en Cataluña), y su expresión política fue una creciente movilización por la autodeterminación y la independencia. Las elites políticas del régimen empezaban a enfrentarse con una virulencia inédita en los últimos veinte años, mientras un movimiento obrero y popular revitalizado se organizaba y se movilizaba. Se verificaba una vez más la teoría leninista de la revolución: la división por arriba lanzaba a la acción política a crecientes masas obreras y populares. Como dijimos en alguna ocasión, para la primavera de 2014 el gobierno Rajoy estaba contra las cuerdas.
Sin embargo, como señalaba un reciente artículo en Octubre, faltaba el elemento subjetivo: y así, cuando la ansiada unidad de acción empezaba a ser una realidad en la izquierda, no faltaron quienes, desde las distintas corrientes revisionistas, se esforzaron por fomentar la dispersión política, hecho que tuvo su culminación en las Marchas por la Dignidad del 22 de marzo de 2014. A esta situación, ya confusa de por sí, se le añadió la irrupción de Podemos, con su promesa de una supuestamente pronta victoria electoral y una calculada ambigüedad, que jugaron a favor de la desmovilización.
Es muy poco lo que esta “izquierda” puede ofrecer a nuestra clase y a nuestro pueblo en un contexto de crisis que tiende a agravarse: una “hegemonía” que se limita a los «significantes» diseñados desde arriba, fácilmente fácilmente asimilables por la política monárquica, por ambiguos; una propuesta inoperante para conseguir cambios que vayan más allá del intercambio de sillones.
Por el contrario, la derecha sabe cómo conectar con unas clases subordinadas atemorizadas por la crisis, el paro y las migraciones y la inseguridad derivadas de las agresiones contra los pueblos: utilizando las variables que puedan atraer a unas clases subordinadas que han abandonado referencias como la clase: mediante el nacionalismo, la obsesión por la “seguridad”, la identidad… el fascismo, en fin. Es la táctica que, mutatis mutandis, pone en juego Donald Trump para ganarse a una clase obrera blanca atenazada por las mismas preocupaciones.
Paralelamente, se da confianza a unos sectores intermedios de técnicos y profesionales que sienten pánico a la proletarización y al paro, y que han visto resentirse su posición social a causa de la larga crisis: a ellos se dirige el discurso tecnocrático y de promoción por el “mérito”, así como la adulación al «emprendedor».
En definitiva, nacionalismo y racismo para la clase obrera; miedo para esta y para los grupos más tradicionales; y promesas de promoción, incorporación y adulación para técnicos y profesionales que puedan verse tentados de bascular hacia Ciudadanos. Un programa que se adapta perfectamente a las necesidades de reestructurar el sistema productivo y de asegurar el control de la situación social y política, para asegurar la continuidad de la explotación en el máximo grado posible. Es perceptible la seguridad y confianza crecientes de los votantes del PP.
Lo positivo es, sin embargo, que muchas cosas se van aclarando también por la izquierda. Así, el reciente espectáculo en los órganos dirigentes del PSOE demuestra que el aparato dominado por los barones está dispuesto a hacerse el harakiri para convertir al PSOE en un reducido pero seguro puntal de los gobiernos ultrarreaccionarios del PP, para aplicar sin restricciones las medidas draconianas que exige el capital. Por su parte, Pedro Sánchez ha intentado defender la subsistencia de la organización, dándole una identidad diferenciada tanto del PP como de Podemos, aunque al final el objetivo era, igualmente, sostener el régimen por la “izquierda”.
La posible pasokización del PSOE convertiría a Podemos en ese pivote izquierdo del régimen monárquico. Quizá por eso, últimamente parecen dibujarse dos posiciones en su seno que recuerdan a lo que pasa en el PSOE: la de Íñigo Errejón, empeñado en ampliar su base electoral a cualquier precio para llegar al poder, y la de Pablo Iglesias, que parece más preocupado por mantener una mínima identidad de izquierda; se trataría de convertirse en pilar del régimen, pero no tan escorado a la derecha como ha acabado el PSOE.
Y algo parecido sucede también en Comisiones Obreras: las presiones derivadas de la crisis han hecho comprender incluso a buena parte del aparato que es necesario recuperar y fortalecer la organización (aunque sólo sea para mantener su papel legitimador del sistema), frente al entreguismo aventurero de unos dirigentes a los que parece importarles más el dar su apoyo incondicional al Estado de la oligarquía.
Sea como fuere, en esa disyuntiva que atraviesa a diversas organizaciones va a ser más complicado moverse en la ambigüedad. Eso puede favorecer el debate y, por tanto, constituir el germen para reconstruir algo de lo que quedó truncado en 2014, y para construir una nueva hegemonía, en torno a un proyecto de ruptura con la monarquía y el régimen de dominación que simboliza. Urge, pues, desarrollar el combate ideológico por una hegemonía muy distinta de la preconizada por los populistas de Podemos: una que se desarrolle en torno al “núcleo” social formado por el proletariado, y al objetivo político del derribo de la monarquía para la toma del poder; un proyecto político “fuerte”, pero que entronque con las preocupaciones cotidianas del proletariado. Pero ello –la construcción de la hegemonía y la lucha por el poder– requiere también organización y movilización, recuperar los espacios de socialización y lucha. Esas son las tareas de los comunistas españoles en el momento presente.