J. P. Galindo
Una de las titánicas tareas que Marx y Engels afrontaron en su camino hacia la construcción de una nueva filosofía materialista fue la de proclamar el fin de la concepción inmovilista de la naturaleza. Desde sus primeras obras filosóficas, ambos criticaron la idea de un mundo creado de una vez y para siempre tal y como lo conocemos, y se esforzaron por analizar las formas en las que la naturaleza fluye, se mueve y se transforma constantemente. Esta es la base esencial del materialismo dialéctico, según el cual los elementos aparentemente contrarios e independientes, están atravesados por multitud de características compartidas o complementarias entre sí.
En otras y más modernas palabras, diríamos que la naturaleza y sus relaciones son <<no binarias>> puesto que no podemos reducirlas a pares contradictorios fijos: día/noche, verano/invierno, etc., al existir múltiples gradaciones intermedias que <<fluyen>> entre ambos (el indefinido momento del crepúsculo, por ejemplo), transformando unas cosas en sus contrarias mediante la acumulación de pequeños cambios cuantitativos (la luz que se va reduciendo en el atardecer, en nuestro ejemplo) hasta llegar al cambio cualitativo general: del día a la noche, de una cosa a su contraria.
El mismo proceso se da en la transición entre el individuo aislado y la totalidad de individuos que denominamos masa social. Esta masa está compuesta por multitud de grupos más o menos grandes unidos por algunas cualidades compartidas entre los individuos que lo forman, que pueden ser más o menos evidentes o abstractas.
Cuando estas cadenas de afinidad adquieren un perfil político, orientado principalmente a defender o ampliar los derechos del grupo, adquieren el rango de <<identidades>> y sus miembros pueden asumir el papel de <<activistas>> de su identidad (aunque pueden ser no excluyentes entre sí, sino acumulativas). Así, un mismo individuo puede pertenecer a la comunidad LGTB, a la vegana, al colectivo racializado… Esta vertiente política de las identidades tiene su razón de ser en la vinculación de grupos sociales situados en posiciones de poder con unas identidades concretas (en el caso de España se suele resumir como <<hombre blanco heterosexual>>), y en cómo afecta esa posición dominante al resto de grupos e identidades de la sociedad, bajo la premisa de que la ideología dominante en una sociedad es la de su clase dominante y, en consecuencia, la identidad de la clase dominante se impone sobre el resto, marginándolas o persiguiéndolas de muchas formas distintas.
Desde esa perspectiva, algunos analistas, filósofos e ideólogos postestructuralistas (Foucault, Deleuze, Butler…) plantearon en la segunda mitad del siglo XX que la lucha de las identidades marginales contra las identidades normativas (las que establecen la norma general para la sociedad) poseía mayor potencial revolucionario que la vieja lucha de clases, puesto que el concepto de clase social es <<transversal>> (es decir, que abarca multitud de identidades) y por tanto, oculta o aplaza indefinidamente las justas reivindicaciones de ciertos grupos minoritarios.
Sin embargo, hay diferencias esenciales entre la lucha de clases y la de las identidades que no permiten equipararlas. La lucha de clases no es la reivindicación de ningún grupo minoritario, sino el movimiento organizado de una mayoría social capaz por sí misma de amenazar la continuidad del modelo económico, político y social vigente, y se organiza para lograrlo de forma revolucionaria. Las luchas identitarias, en cambio, son por definición reivindicaciones de colectivos o grupos minoritarios, excluidos de alguna forma por la ideología dominante, pero que pueden resolverse dentro del sistema imperante al no ser incompatibles con la existencia misma del capitalismo, como han demostrado los movimientos de las últimas décadas que trabajan para crear un capitalismo <<amable>> (ecologista, inclusivo, feminista, antirracista…) pero igualmente explotador y parasitario.
Estamos, pues, ante frentes distintos aunque no contradictorios que pueden complementarse como estrategias y tácticas diferenciadas. La estrategia, el avance organizado hacia un objetivo final, no puede atender a las cuestiones concretas que surgen a cada paso. Esa es la tarea de la táctica, capaz de aplicar soluciones prácticas pero que no necesariamente representan avances directos hacia el objetivo estratégico, aunque facilitan el camino.
El objetivo final de los marxistas-leninistas es la revolución social y la dictadura del proletariado, y su estrategia para lograrlo pasa por distintas tácticas en cada momento, atendiendo al desarrollo de las fuerzas productivas, el nivel de conciencia política de las masas y su organización, los movimientos de la burguesía nacional e internacional, etc. En el momento y circunstancias actuales, con una dura ofensiva burguesa en marcha contra las clases populares y con un proletariado masivamente desorganizado y embrutecido, la lucha de las identidades marginadas contra la oligarquía y su ideología dominante no solo no es un obstáculo a nuestra estrategia, sino que representa un apoyo táctico a la misma. Pero es muy importante no confundir ambas cosas.
El apoyo táctico de los comunistas a los movimientos reivindicativos de las minorías forma parte de nuestro movimiento de acumulación de fuerzas sociales contra el capitalismo, pues cuanto más extensa sea la oposición a la burguesía y su régimen social, más potente será el avance revolucionario del proletariado. Sin embargo, somos conscientes de que sus reivindicaciones no pueden ser resueltas dentro del estrecho marco capitalista actual porque cualquier avance en ese sentido conduce a las reformas parciales, al <<capitalismo amable>> que escucha a sus ciudadanos y atiende sus demandas. La única solución real y permanente pasa por la destrucción revolucionaria del modo de producción capitalista y sus relaciones sociales.
No se trata, pues, ni de considerar a los colectivos que reivindican su identidad como enemigos de la revolución por <<desviar fuerzas>> (para ello primero debemos tener un movimiento revolucionario con fuerza) ni de sustituir la estrategia revolucionaria de la lucha de clases por la de las identidades; lo necesario, por complejo que sea, es saber utilizar ambos frentes, estratégica y tácticamente, para socavar la fuerza del enemigo común.
Unas políticas de identidad correctamente orientadas (radicalmente anticapitalistas), son un apoyo táctico valioso para la difusión y la organización del proletariado revolucionario, mientras que la destrucción revolucionaria del régimen capitalista y sus formas sociales es la única solución estratégica a la discriminación burguesa. Las primeras quedan enmarcadas dentro del movimiento general de la segunda, se desarrollan en el proceso revolucionario y alcanzan la resolución de sus contradicciones únicamente en la transformación social de la dictadura del proletariado. La unión sigue haciendo la fuerza.