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  ACTUALIDAD  Los orígenes fascistas de la actual monarquía
ACTUALIDADArtículos

Los orígenes fascistas de la actual monarquía

14 de junio de 2025
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C. Hermida

Desde la muerte de Franco -en noviembre se cumplirán cincuenta años- hemos soportado una gigantesca campaña de propaganda en la que se nos ha pretendido convencer de las virtudes democráticas de la monarquía. Cuando los desmanes y delitos de Juan Carlos I amenazaron con socavar los cimientos del régimen del 78, la oligarquía maniobró, forzó su abdicación y ocupó el trono su hijo Felipe VI.

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Fue un lavado de imagen, potenciado por el matrimonio con Letizia Ortiz, una mujer ajena a la nobleza y que contribuye a dotar a la monarquía de un barniz de modernidad y cercanía al pueblo. Pero estas operaciones de maquillaje no pueden borrar las señas de identidad de una institución que ha sido siempre nefasta para los intereses de nuestro pueblo.

Como padecemos en España una amnesia programada y planificada desde hace demasiado tiempo, nos parece pertinente recordar cuáles son las raíces de la actual monarquía. Unos fundamentos que explican no solo comportamientos personales poco edificantes, sino también algo mucho más importante: los intereses de clase a los que responde el régimen político.

Se cumple en este mes de julio el 78º aniversario de la “Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado”, promulgada el 27 de julio de 1947. Era la quinta de las denominadas Leyes Fundamentales que establecieron el armazón institucional y jurídico de la dictadura franquista. Las cuatro anteriores habían sido el Fuero del Trabajo (1938), Ley Constitutiva de Cortes (1942), Fuero de los Españoles (1945) y Ley de Referéndum Nacional (1945). En 1958 se promulgó la Ley de Principios de Movimiento nacional y en 1967 se aprobó la ley Orgánica del Estado.

La ley de Sucesión tuvo una relevancia trascendental en la consolidación de la Dictadura, pues constituía a España como Reino (artículo 1º), consagraba la jefatura vitalicia de Franco como Jefe del Estado (artículo 2º) y atribuía al dictador la potestad de designar a su sucesor a título de Rey: En cualquier momento el Jefe del Estado podrá proponer a las Cortes la persona que estime deba ser llamada en su día a sucederle, a título de Rey o Regente, con las condiciones exigidas por esta Ley, y podrá, someter, asimismo, a la aprobación de aquéllas la revocación de la que hubiere propuesto, aunque ya hubiese sido aceptada por las Cortes (artículo 6º).

La Ley parecía ser un guiño a los monárquicos que presionaban para que Franco dejara la jefatura del Estado y restaurase la monarquía en la persona de Juan de Borbón, hijo de Alfonso XIII, pero en realidad Franco había dejado muy claro cuando terminó la guerra civil, incluso en plena contienda, que no estaba dispuesto a abandonar el poder ni a restablecer la institución monárquica a corto o medio plazo. Solo el dictador, en virtud de sus plenos poderes, decidiría quién iba a ser el rey y cuándo tendría lugar el hecho sucesorio. Ni siquiera se garantizaba la continuidad de la dinastía borbónica ni la línea sucesoria, lo que le permitía mantener la división entre carlistas y alfonsinos, en ese juego tan hábil de fomentar los enfrentamientos entre las fuerzas que habían apoyado el golpe de estado contra la República.

La Ley de Sucesión, que también formaba parte del maquillaje del régimen de cara a los aliados que habían vencido en 1945, a los que se pretendía convencer de que en España no se había impuesto un sistema fascista, fue sometida a un referéndum que en realidad no era más que una farsa en un país aterrorizado por una represión salvaje, con decenas de miles de fusilados, las cárceles llenas de presos políticos y la libertad de expresión suprimida, al igual que los demás derechos civiles y democráticos de la época republicana.

El 6 de julio de 1947 se celebraron las votaciones y los resultados oficiales fueron los siguientes: un 89% de participación, con un 93% de votos afirmativos, un 4,7% negativos y un 2,3% blancos o nulos. Con ese resultado cocinado de antemano, Franco terminó por frustrar las maniobras monárquicas, que en realidad nunca tuvieron posibilidad alguna de materializarse en algo concreto. Todos los enemigos de la República estaban comprometidos con el régimen por un pacto de sangre asentado en una represión genocida perpetrada durante la guerra y la larga posguerra. Las llamadas “familias políticas” del franquismo podían tener discrepancias secundarias con respecto a Franco, pero aseguraban su supervivencia bajo el paraguas de la dictadura.

En julio de 1969, veintidós años después de promulgada la ley de Sucesión, Franco eligió como sucesor a Juan Carlos, el hijo de Juan de Borbón, saltándose de esa manera la línea sucesoria de la monarquía. Franco le arrebató el trono al padre y el hijo aceptó el regalo, siguiendo la tradición de traiciones, felonías y corruptelas de la monarquía borbónica. Juan Carlos, educado desde los diez años bajo la protección de Franco, asimiló y asumió la doctrina fascista, y comprendió desde joven que la devoción filial hacia el padre no le reportaría las ventajas económicas proporcionadas por el trono de España. En fin, padre mío, te quiero mucho, pero en Madrid se está mejor que en Estoril.

El 22 de julio de 1969, Juan Carlos juró ante las Cortes franquistas las leyes Fundamentales y fidelidad a los principios del Movimiento Nacional, convirtiéndose en Príncipe de España y, tras la muerte del dictador, en rey. Desde esa fecha hasta hoy, huido de su patria a la que tanto dice amar, nunca ha condenado el franquismo ni ha tenido una palabra de consuelo para las víctimas de la dictadura.

La Constitución de 1978 estableció la monarquía designada por Franco y todo el aparato del Estado dictatorial pasó íntegramente al régimen monárquico. Esta Constitución presenta gravísimas carencias democráticas. El artículo 8, punto 1, afirma que “Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional”. Esto es, simplemente, una aberración jurídica, porque se encomienda a una institución que pagamos todos los ciudadanos unas atribuciones que exclusivamente corresponden al pueblo español. Si los ciudadanos, en ejercicio de la soberanía que nos atribuye el artículo 1, punto 2, quisiéramos cambiar el orden constitucional o, sencillamente, alterar la configuración territorial del país, nos encontraríamos en la imposibilidad jurídica de hacerlo. Es más, el Ejército podría intervenir para impedirlo. ¿Y a esto le llaman democracia? Pero no es el único déficit democrático.

Los españoles, según consta en el artículo 14, son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna de nacimiento raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social. Sin embargo, el artículo 56, punto 3, declara que la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. ¿No hay una contradicción flagrante entre ambos artículos? ¿Acaso el rey no es español? Y si lo es, ¿cómo es posible que no le alcance el contenido de la Constitución? Las atribuciones concedidas al monarca, como la jefatura de las Fuerzas Armadas y la sanción de las leyes, le convierten, debido a su inmunidad penal, en fuente potencial de actividades anticonstitucionales que quedarían impunes.

Más allá de las personas –Juan Carlos I o Felipe VI–, el problema de fondo es que la Corona representa los intereses de un bloque oligárquico opuesto a los intereses de las clases populares.

Debemos combatir la idea de la regeneración democrática del régimen, porque no hay regeneración posible para una monarquía que nace del fascismo y tiene como señas de identidad la corrupción y la falta de democracia. Ninguno de los gravísimos problemas que tiene España, tanto en el orden político como social y económico, pueden encontrar solución en el régimen del 78.

Luchemos por la ruptura republicana, por una III República Popular y Federativa. Para conseguirla, hay que crear tejido social republicano, fomentar la conciencia republicana entre las masas, uniendo la reivindicación republicana con los problemas cotidianos de las clases populares. Ese es el camino, el único camino.

Algunos que hoy presumen de republicanismo colaboraron activamente en los vergonzosos pactos de la mal llamada transición democrática, renunciando a la República y apoyando con todas sus fuerzas a la monarquía juancarlista. Y no hace tanto tiempo, los que prometían asaltar los cielos decidieron, cuando llegaron al Consejo de Ministros, que la República no tocaba. Ahora, fuera de los confortables despachos, se envuelven en la bandera tricolor.

Pero no es cuestión de utilizar el pasado como permanente arma arrojadiza. Las fuerzas republicanas que realmente quieren acabar con este régimen deben abrir un espacio de diálogo para alcanzar unas bases mínimas organizativas y programáticas sobre las que trazar el camino hacia la República, pero debe ser un diálogo franco, honesto, que permita exponer abiertamente las diversas posiciones políticas, con el objetivo de conseguir acuerdos. Más allá de procesos constituyentes, referéndum y fantasmales encuentros republicanos, lo que hoy se necesita es la voluntad política de cortar definitivamente con este régimen y combatirlo sin descanso hasta derribarlo.

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