Por Carlos Hermida
En 1986 España ingresó en la Comunidad Económica Europea. El gobierno de Felipe González lo festejo por todo lo alto. Por fin éramos europeos y nos podíamos sacudir el pelo de la dehesa. España era moderna, dinámica; aquí se podían hacer grandes negocios, nos habíamos convertido en el paraíso de la inversión extranjera.
Los peajes que nos costó el ingresó en la CEE, entre ellos la reconversión industrial, se silenciaron. Llegaron los millones de los fondos FEDER y poco después la Expo de Sevilla y la Olimpiada de Barcelona. Ya no llevábamos boina ni comíamos garbanzos. Ahora, el paisaje se poblaba de coches de alta gama, restaurantes de diseño y nuestros políticos vestían de Armani y lucían Rolex en la muñeca.
Cada cuatro años se celebraba la fiesta de la democracia. ¡Qué bonito era ser nuevo rico, nuevo demócrata y nuevo europeo! Nadie había sido fascista y si alguien recordaba la impunidad del franquismo o los miles de muertos sepultados en las cunetas, ya se encargaban los medios de comunicación de condenarlo por nostálgico, aguafiestas, resentido o comunista trasnochado.
Nada de abrir viejas heridas; ahora había prosperidad y oportunidades para todos. El crédito comenzó a fluir con generosidad, el precio de las viviendas se disparó y las familias se endeudaron con hipotecas a treinta y cuarenta años. Miles de jóvenes dejaron los estudios atraídos por los altos sueldos de la construcción. Estudiar latín o matemáticas no tenía sentido si en las obras podías ganar más dinero que un profesor de Instituto. Y si de vez en cuando estallaba un escándalo de corrupción, no importaba si era “uno de los nuestros”. Los españoles éramos felices, nos habíamos desprendido de nuestros ancestrales complejos. ¡África ya no empezaba en los Pirineos!
Miles de hombre y mujeres de izquierda, curtidos en la lucha antifranquista, abandonaron la militancia, asqueados y defraudados por la traición que habían cometido sus organizaciones durante la Transición, y se replegaron al ámbito de la vida privada. Los sindicatos comenzaron a perder afiliación y las asociaciones de vecinos prácticamente desaparecieron. El tejido social solidario y asociativo de los últimos años del franquismo fue dinamitado por unos partidos que únicamente contemplaban la política desde el ámbito de las instituciones. Solo los militantes del PCE (m-l), en este paisaje de ruinas, mantuvieron altas las banderas de la República y el comunismo.
Pero el año 2007 se pobló de negros nubarrones. La crisis financiera iniciada en Estados Unidos originó una depresión económica mundial que sacudió los débiles cimientos de la economía española. La burbuja inmobiliaria estalló, quebraron innumerables empresas constructoras, el paro alcanzó cifras nunca vistas y cientos de miles de familias no podían pagar las hipotecas. Los desahucios y los recortes en los servicios públicos arruinaron y sumieron en la pobreza a millones de españoles. El mundo feliz del europeísmo se rompió. Todo había sido un espejismo, una mentira montada fundamentalmente por el PP y el PSOE, los dos partidos turnantes que se habían beneficiado del tinglado político y constitucional montado durante los años de la transición política. El sueño de la clase media se desmoronó y muchos de los que durante algunos años presumieron de chalet y colegio privado para los hijos terminaron en los comedores sociales de Cáritas. La frustración creció a medida que los casos de corrupción afloraban, mostrando un desolador panorama de latrocinio y saqueo de las arcas públicas.
Cientos de miles de personas volvieron a protestar en la calle y cada vez eran más las banderas republicanas que ondeaban en las manifestaciones. El régimen monárquico estaba en crisis. Y fue en esos momentos cuando hizo su aparición Podemos, irrumpiendo con fuerza en el paisaje político y levantando una ola de entusiasmo en muchos ciudadanos. Gente joven, con un lenguaje diferente y ganas de cambiar las cosas. Millones de votos les llevaron al Parlamento y al control de importantes ciudades, en el convencimiento de que ahora era posible un nuevo rumbo político.
Nada más lejos de la realidad. Podemos, tras un lenguaje aparentemente rupturista, tiene como objetivo reformar aspectos secundarios del sistema para mantener sus elementos fundamentales. Su objetivo es una segunda transición que apuntale la monarquía. De ahí su ambigüedad ideológica y sus elucubraciones sobre la centralidad del tablero, la casta, la trama y la apelación a la gente. Curioso lenguaje para unos dirigentes que provienen de la Facultad de Políticas. Para Podemos, lucha de clases, socialismo y oligarquía son palabras tabú que no forman parte de su vocabulario político. Y si no las emplean es sencillamente porque no aspiran a una ruptura democrática con el régimen. El populismo de Podemos no quiere un cambio real, cabalga sobre una ola de esperanza popular para controlarla y encauzarla dentro de los límites marcados por el régimen.
Pablo Iglesias no es una creación de la oligarquía, pero una vez que aparece en escena las clases dominantes saben maniobrar y utilizarlo en su beneficio. Lo que suceda en adelante con Podemos dependerá de la lucha interna que se desarrolla en el seno de la formación y que no se puede dar por concluida. Si los elementos honestos de la formación desplazan a la actual dirección e imprimen un nuevo rumbo político, Podemos podría convertirse en una pieza importante para construir un proyecto de ruptura republicana. En caso de que el partido se mantenga en sus actuales parámetros políticos e ideológicos, solo provocará frustración entre unos seguidores que terminarán abandonándolo.