Nora Sastre
El 20 de febrero de 2023 comenzaban mis prácticas de la carrera de Diseño de Moda. Afrontaba con curiosidad las, en mi opinión, excesivas 500 horas de trabajo. Por supuesto, no remunerado. Pese a todo, sería mi primera experiencia real en el sector y estaba ilusionada por las puertas que se podrían abrir y el aprendizaje que obtendría. Sin duda no contaba con que serían 5 meses de explotación laboral en los que, sobre todo, aprendí lo viciado que está el mundo de la moda y la manera en la que todo vale con tal de hacerse hueco o conseguir un nombre.
De mis 25 horas semanales, llegué a hacer 47. Mis tareas iban desde coser y patronar hasta ir al Mercadona, llevar a la tintorería prendas personales de mi tutor (un reputado diseñador en España cuyo taller está compuesto íntegramente por becarios) o barrer el estudio. La mayoría de mis horas las pasaba haciendo recados que de nada servían para mi formación y muchas veces en condiciones poco aceptables en las que tenía que trasladar numerosas prendas pesadas durante trayectos en transporte público de 40 minutos por su negativa a pagarme un taxi. En cuanto al dinero, la situación era aún más desagradable ya que no teníamos tarjeta de empresa ni nos daba dinero en efectivo. Las compras se pagaban de nuestros bolsillos con la promesa de que nos lo devolvería. Todos mis compañeros de prácticas se marcharon de allí con deudas por parte de mi tutor de hasta 60 euros.
A nivel personal, el diseñador nos trataba como personas inferiores que debíamos de estar agradecidos de estar en su mismo espacio y de tener la suerte de compartir sus conocimientos. Aún estoy esperando a recibir esos conocimientos, ya que no sabía coser, no sabía hacer patrones ni podía ayudarnos en ningún trabajo que estuviéramos haciendo.
Muchas veces seguíamos sus instrucciones a sabiendas de que eran erróneas porque había que hacerle caso para, posteriormente, cuando veía que estaba mal, achacarlo a una falta de observación o de concentración por nuestra parte. Los trabajos iban más allá de lo comercial, yo he llegado a coserle unas fundas para sus sillas y almohadas y colchas para su cama. Llegué incluso a arreglar los pantalones al portero del edificio. Conocía bien a las chicas de la tintorería que siempre me preguntaban “no te ha dado dinero, ¿verdad?”. Buscó que estuviera cerca de mi casa para que no pudiera negarme a ir. Anteponía sus intereses a nuestras vidas, demostrando una vez más que para él no éramos más que gente que solo existía en las horas que debíamos trabajar para él. Más de un día me quedé sin comer o acababa mi turno horas después de lo que debía, porque lo que tuviera que hacer para él era mucho más importante que una cena con mis amigas, ir a estudiar a la biblioteca o disfrutar de mi tiempo libre.
Tenía constantes reuniones en nuestra presencia, algunas que eran estrictamente confidenciales, pero esto no debe confundirse con un exceso de confianza, sino con una opinión de que nuestra presencia era tan insignificante que no había diferencia para él si lo oíamos o no. En muchas de esas reuniones se mostraba de los más solícito y agradable para después de colgar criticar de manera grosera a todos aquellos que, como yo, en un momento se habían interesado por él y por su trabajo. Desde luego es de admirar que su figura pública sea tan valorada y elogiada cuando de puertas para dentro es una persona que deja tantísimo que desear. Le he escuchado comentarios gordófobos acerca de modelos que escasamente pesaban 50 kilos y no escoger modelos negras porque “no venden, está mal que sea así pero no venden”. He vuelto a casa llorando después de días de 9 horas de trabajo en las que sólo estaba yo en el estudio y absolutamente todo el trabajo recaía en mi mientras él estaba de vacaciones y me reprendía constantemente que tenía que ser más rápida y terminar todo. Como si no fuera suficiente con llevar su empresa mientras él disfrutaba de su “merecido” descanso tras largas semanas de explotar becarios que llegaban allí buscando una oportunidad. Afortunadamente, he tenido muy buena relación con mis compañeros de taller, que, como yo, estaban deseando salir de allí. De quien he aprendido ha sido de ellos. Nuestra vida consistía en ir a las prácticas, comer, volver a las prácticas, cenar y estar tan cansado que tu cuerpo te impedía hacer otra cosa que no fuera dormir. Mi vida eran las prácticas y las prácticas eran mi vida. Mis recados más frecuentes eran los de trasladar rollos de tejidos de hasta 40 kilos, vestidos igual de pesados o prendas colgadas en más perchas de las que era capaz de llevar desde el centro de Madrid hasta los polígonos industriales, donde llegaba exhausta por el peso y desde donde me esperaban un par de kilómetros caminando hasta llegar a mi destino. Muchos de los días, tenía que comprar algo para comer por allí, sentada en un banco, porque no tenía tiempo para volver a mi casa antes de tener que regresar al estudio. Supongo que se podría incluir en mi “aprendizaje” que de hacer todos los días recados de punta a punta de Madrid acabé por conocerme muy bien la ciudad y saber dónde podía comer ahorrando lo máximo de ese sueldo que no me pagaban.
Lo que resulta más interesante es cómo la marca de mi tutor se sustenta gracias a los becarios. Yo he llegado a encargarme de subir sus productos a la web porque ¿para qué contratar a alguien si tengo a un becario para hacérmelo gratis? Nosotros no cosemos las colecciones, pero las patronamos, las cortamos y se las mandamos a las costureras (gratis). Compramos los tejidos, hacemos los recados, llevamos y recogemos productos, hablamos con estilistas… y lo hacemos gratis. ¡Incluso de esos recados y compras a veces no nos devuelve el dinero! Con esas condiciones, todos los viajes, las vacaciones, las fiestas con amigos, los eventos, su ropa y sus actividades se entienden mucho mejor, y más aún si al gasto cero en mano de obra le añadimos el dinero de su familia y los beneficios de su empresa. Cuando no estaba en el estudio porque tenía algún plan personal, parecía el momento ideal para llevar sus propias prendas a la tintorería, hacer sus recados personales o comprar las cosas que necesitáramos, pero supongo que era pedirle mucho si podíamos hacerlo nosotros. La guinda del pastel eran sus mentiras. Tejidos que yo misma había comprado por 5 euros el metro los apuntaba en el libro de cuentas como 15 euros los tejidos de poliéster los exhibía como algodón y cuando le ponía precio a la mano de obra siempre nos preguntábamos adónde había ido a parar ese dinero, porque desde luego a nosotros no.
Me gustaría que esta experiencia que cuento no fuera más que una experiencia personal y aislada, pero desgraciadamente, como relataré en el siguiente número, es la tónica general.