Santiago Baranga
A la hora de escribir estas líneas, a pocos días del 6 de diciembre, aún resuenan los berridos y las bravuconadas de los aguerridos cruzados «putodefensores de España»; lo cual no sorprende, puesto que sus machadas han ocupado repetidamente portadas y aperturas, mientras quedaban fuera de lo “noticiable” enormes manifestaciones en solidaridad con Palestina. Así, los medios contribuyen a alimentar a la bestia por enésima vez.
No obstante, de toda esta berrea han quedado algunas soflamas dignas de señalar; porque, al igual que la sucesión de temperaturas máximas nos van indicando la creciente gravedad del cambio climático, la irrupción de las consignas y discursos de esta gentuza permite medir cómo su abyecta ideología va colonizando el debate público. Y, en ese magma, han destacado los gritos contra el rey y la Constitución monárquica. Otra cuestión es que esto sea, realmente, motivo de sorpresa.
Para empezar, debemos tener en cuenta que la legitimidad de la última restauración borbónica (o más bien designación, como establecía la legislación franquista) proviene de «la legitimidad política surgida del 18 de julio de 1936, en medio de tantos sacrificios, de tantos sufrimientos, tristes pero necesarios». Así lo aseguró Juan Carlos de Borbón en julio de 1969, y lo ratificaría al ser coronado en 1975, cuando juró «cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino y guardar lealtad a los Principios que informan el Movimiento Nacional». Otra cosa es que las necesidades de apertura internacional del capital español y, sobre todo, la enorme conflictividad social (la más intensa de toda Europa en 1975), incluida la intervención de diversos partidos comunistas como el PCE (m-l), obligaran a Suárez y al Borbón a moderar sus objetivos, con tal de preservar la Corona; eso sí, sin dejar de controlar los tiempos y dosificando los cambios para evitar a toda costa que la reforma del régimen se convirtiera en ruptura.
De este proceso se sigue que, tal y como señalan historiadores y politólogos, la lealtad de la extrema derecha a la monarquía y su constitución sea, ante todo, instrumental, en la medida en que se identifique con sus objetivos políticos. Así lo entendieron los franquistas reciclados de AP a partir de 1981 y, con ellos, los sectores más o menos fieles al franquismo, una vez vieron garantizada la impunidad de los crímenes de la dictadura y de sus ejecutores, cómplices y beneficiarios en general.
Pero hay un segundo aspecto que no se puede eludir al analizar y contextualizar históricamente la Constitución: el peso de cuarenta años de propaganda franquista contra la democracia, encarnada por una Segunda República que se asoció en todo momento a toneladas de injurias y mentiras sobre su historia. Es verdad que un cierto miedo a un nuevo enfrentamiento planeaba sobre ciertos sectores de la sociedad en los años de la transición; pero también lo es que esos temores no solo provenían de la interesada visión del pasado impuesta machacona y violentamente por los franquistas para justificar su golpe de estado y la guerra, sino que fueron alimentados asimismo desde los partidos que lideraron la oposición democrática, con el fin de frenar las expectativas populares y la movilización social y tener, así, las manos libres en sus negociaciones con la dictadura. Y ese elitismo, que muy pronto desplazó a las grandes plataformas ciudadanas, coordinadas con la calle, para privilegiar a una reducida “Comisión de los Nueve”, y que cocinó un nuevo régimen mediante el pacto con los “vencedores”, condicionó la (baja) calidad de la naciente democracia desde sus inicios, como han sugerido los investigadores. Las políticas de memoria franquistas tuvieron, de ese modo, una segunda vida tras la transición, que se expresó en un amplio desinterés por la política y la desconfianza hacia los partidos, auténticas anomalías en las democracias de Europa occidental, al menos durante aquellos años.
Por eso, no está de más recordar que el actual ordenamiento institucional fue diseñado conscientemente sobre el olvido, o la negación abierta, del régimen democrático precedente, es decir, la Segunda República. Se trata por supuesto de la monarquía, pero también, por ejemplo, del regreso de un Senado que no tiene otra función que obstaculizar las labores del Congreso, como se está viendo; o de la pirueta grotesca con la que se intenta eludir la referencia al antecedente republicano del actual sistema autonómico: «Los territorios que en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de autonomía…», dice la Disposición transitoria segunda.
Con esos mimbres, no pueden dejar de sorprender algunas consignas escuchadas en Ferraz estos días, como “La Constitución destruye la nación”, “Felipe, masón, defiende a tu nación”, “Felpudo VI” o “Los borbones, a los tiburones” (¡!). Porque, en realidad, ya en el Preámbulo encontramos elementos de continuidad con esa “España” que tanto preocupa a fascistas y fascistillas. Así, por ejemplo, la concepción rígida de la nación, tan del gusto de toda esta caterva («La soberanía nacional es una e indivisible», decía la LOE de 1967), o la referencia a «un orden económico y social justo» que no sonaría ajena a la retórica falangista y del propio régimen.
Por supuesto, este no es el único apartado en que se puede rastrear la deuda para con el franquismo. Ya en su título preliminar, en la definición de España como «Estado social y democrático de Derecho» resuena el «Estado católico, social y representativo» de la Ley de Sucesión de 1947; mientras que «la indisoluble unidad de la Nación española, patria común» al confundir deliberadamente nación y territorio, impone la idea esencialista y supremacista de la nación propia del fascismo español desde sus inicios. De aquí se deriva posiblemente la catastrofista y estruendosa lectura que suelen hacer los militares y sus admiradores del ominoso artículo 8, que pone en manos del Ejército la «integridad territorial» del país.
Tampoco pueden disgustar a la España carpetovetónica el escurridizo «derecho al honor» o la situación de privilegio de la Iglesia católica, refrendada por el artículo 16, según el cual «los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española». Unas creencias que no habrían cambiado en cuarenta y cinco años, a tenor de las prebendas que sigue disfrutando ese semillero de pedófilos. Pero si se prefiere acudir a «los asuntos del comer», como repiten los reaccionarios con su habitual caradura, no es probable que se encuentren incómodos con un texto que reconoce «la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado» (art. 38) y, además, garantiza «la defensa de la productividad»; es decir, del beneficio empresarial.
Por supuesto que la Constitución habla de facilitar la participación política, así como de igualdad ante la ley, libertad de expresión y de cátedra, derecho de reunión, fiscalidad progresiva, función social de la propiedad privada, derecho al trabajo, progreso social, derecho a una vivienda digna, garantía de unas pensiones adecuadas, etc., etc. Pero es bien sabido en qué quedan todos estos derechos en la práctica, ante la voracidad de una burguesía cuyos intereses sí quedan bien «garantizados» por el Estado, y el creciente autoritarismo de este para asegurarlos.
Así pues, a lo que realmente se opone la extrema derecha es, al igual que en el pasado, al avance en derechos, aunque sea en cuestiones identitarias, culturales o de simple seguridad (como las medidas contra la violencia de género). Básicamente, porque estas “guerras culturales” son el punto de partida para reunir una diversidad de apoyos que permitan atacar lo que realmente les importa: la forma en que se gestiona y distribuye la riqueza social, como demuestran el programa económico de Milei en Argentina, el de los Hermanos de Italia o el de Vox.
Aun así, no olvidemos que el fascismo “genuino” es republicano, y que Vox está optando rápidamente por las posiciones abiertamente neofascistas que conviven en su interior y en su espacio próximo. A ellas está cediendo espacio en la calle, en su discurso y en su táctica para no dejarse fagocitar por un PP “trumpizado” y para golpear con más fuerza a todo lo que se identifique, aunque sea tibiamente, con la izquierda y el pensamiento progresista. Los ataques a sedes del PSOE, los llamamientos a la «resistencia» desde sus altavoces parlamentarios, la adopción de lemas y reivindicaciones de la izquierda para agitar la calle, los llamamientos al golpe militar… recuerdan demasiado, pese a las evidentes diferencias, a las tácticas de los años treinta. Frente a esto, pudiera ser que una izquierda institucional que rehúye la lucha por la República, por una democracia efectiva, por la organización popular para defender sus conquistas, por el control democrático de la riqueza…; es decir, una izquierda sin alternativa que oponer al régimen de la burguesía, se quedara sola en su defensa de ese mismo régimen, abandonado y asediado por sus promotores de antaño. No sería la primera vez: sucedió en la Alemania de Weimar.