Por Mohamed Merabet
Es cierto que sectores de solidaridad empiezan a levantar la voz para llamar la atención sobre la dimensión del drama que vivimos en el Mediterráneo, un Mediterráneo enfermo, triste y militarizado.
Es cierto que la movilización para abrir las puertas de acogida a los desheredados y los errantes de un Sur cada vez más asfixiado y sin esperanza de vida despierta nuevas motivaciones para recuperar valores eclipsados, olvidados y hasta enterrados por una miopía política y falta de miradas que trasciendan los horizontes fijados por coyunturas cortas y pragmatismos electoralistas.
Es cierto que Europa ha olvidado su historia, pero también ignora su responsabilidad en los conflictos actuales y las vicisitudes que les acompañan. La Europa intervencionista y bélica de la era de la globalización, como fase superior del imperialismo clásico, afronta en sus propias fronteras el efecto rebote de su juego especulativo y destructivo en tierras lejanas de Oriente y África. La aldea global ha dejado de ser un paraíso prometedor para convertirse en auténtico calvario para la comunidad humana.
Es cierto que la izquierda política y los actores sociales de su órbita resucitan de nuevo para afrontar los nuevos desafíos de un campo abandonado y mal cuidado en esta última década.
El campo de la inmigración y refugio, como elemento imprescindible en la construcción de una alternativa a la lógica dominante, ha demostrado que estos sectores no tenían buenas previsiones de futuro; el conformismo y el miedo a los demonios que entraña la cultura heredada de una sociedad con un pasado colonizador, erradicador e intolerante no permiten, desafortunadamente, tener aciertos en ese ámbito de la inmigración y de la ruptura con las viejas tradiciones de la política.
Ser europeísta es dar la espalda al Mediterráneo y renegar de un patrimonio cultural muy valioso, para condenarlo a convertirse en marginal y mera nostalgia perdida.
La carrera europeísta, que supone abandonar la cuenca mediterránea en beneficio del mundo de la empresa, la industria de la seguridad y de una fanfarrona, injusta y asimétrica cooperación, deja a la izquierda en desventaja respecto a los poderes dominantes; relegada en los rincones de una eterna y aburrida oposición.
Una carrera que es desgaste y trampa a la vez y que nos hace creer dogmáticamente en los espacios geográficos que encierran nuestras potencialidades de cambio, que podrían superar los límites y entornos actuales fijados por el juego político vigente si llegamos a ser suficientemente autónomos a la hora de asumir las decisiones estratégicas.
Gozamos de una experiencia colectiva en el terreno de la inmigración que necesita ser refundada de nuevo como cualquier proyecto de sociedad, replantear nuestro modus operandi y volver a construir la confianza como garantía para nuestra cohesión.
La inmigración es un sujeto del cambio; entender su inserción en los conflictos actuales nos ayuda a sobrepasar ese recorrido corto donde hemos quedado atrapados.
La batalla contra el racismo y por los plenos derechos de las personas migrantes es un compromiso también contra las guerras que destruyen países y pueblos enteros; la profundización de la democracia pasa por exigir el derecho al voto para la inmigración como un valor democrático para nuestras sociedades cosmopolitas y una de las prioridades para construir una hegemonía social que nos permita perturbar la hermética correlación de fuerzas; y al mismo tiempo pasa por abandonar la concepción colonialista y paternalista de tratarla institucionalmente, como si fuera un departamento de asuntos indígenas.
Madrid, 4 de septiembre de 2015