[Descargar el informe completo]
El ritmo de los acontecimientos políticos se acelera constantemente. Baste decir que celebramos nuestro último pleno en las fechas en que se conocía el resultado del referéndum británico que aprobó la salida de la UE y cuando, en el terreno interno, todas las encuestas daban como seguro el sorpasso de Unidos Podemos sobre el PSOE y la posibilidad, por lo tanto de un gobierno de “progreso” que acabara con el de Rajoy.
En estos seis meses se han sucedido las sorpresas: el no en el referéndum que debía sancionar el acuerdo entre las FARC y el Gobierno Colombiano, el golpe de Estado en Turquía, la victoria de Trump en las elecciones yanquis del 8 de noviembre y la derrota de Matteo Renzi en el reciente referéndum en Italia, son otros tantos resultados contra pronóstico, cuyas consecuencias aún no podemos prever del todo, pero que apuntan a la entrada en una nueva fase.
Carlos Marx ya demostró que es inherente al modo capitalista de producción la repetición cíclica de crisis de sobre producción que se superan tras un breve periodo de recomposición y concentración del capital; y que el desarrollo capitalista tendía por encima de eventuales correcciones, hacia la creación de un mercado mundial (lo que conlleva la eliminación de las barreras al capital) y el predominio del capital financiero, factores ambos que vienen a agudizar las contradicciones internas en las estados capitalistas. Ahora estamos comprobando de nuevo, la justeza del análisis de Marx.
Las crisis capitalistas se han sucedido con mayor o menor virulencia a lo largo de los últimos cuatro decenios, pero nunca (con la excepción de la crisis de principios del siglo XX, precursora de la II Gran Guerra) habían afectado al corazón de la economía imperialista con la virulencia con que lo hace ahora. Diversos son los factores que contribuyen a ello: la creciente financierización de la economía que provoca continuas “burbujas”, la rápida mejora técnica en los procesos de producción que ha traído consigo la informática y la automatización, que provocan un cambio en la composición orgánica del capital y la consecuente reducción de la tasa de ganancia, etc.
En una economía cada vez más “globalizada”, más internacionalizada, cuando los mercados están en disputa y a los capitalistas les resulta más rentable invertir en instrumentos financieros y en la producción fuera del estado donde reside la matriz de la empresa, allí donde el mercado de trabajo es más barato, finalmente, la base política que permite asegurar el dominio de las grandes empresas transnacionales que controlan el mundo, sigue siendo nacional, se asienta en la estructura estatal sobre la que se basó el surgimiento y dominio de la burguesía como clase dirigente. De ahí que asistamos a una vuelta a las tesis proteccionistas y nacionalistas de un sector de la burguesía de las potencias imperialistas centrales, que ve amenazado su estatus.
Hasta ahora se trataba de recomponer los mecanismos de la economía capitalista, sin alterar el statu quo; todos los sectores de la burguesía aceptaban las reglas de juego. Ahora está en entredicho la correlación de fuerzas entre ellos, tanto en el terreno internacional como en la correlación de fuerzas interna de las oligarquías nacionales.
Estas contradicciones están provocando el enfrentamiento constante entre la gran potencia dominante (EEUU) y las emergentes (China y, en menor medida, Rusia) por mantener o aumentar sus áreas de influencia, y el debilitamiento de la Unión Europea, un bloque que atraviesa serios problemas. Y están provocando, también, la pelea abierta entre las diversas facciones de las burguesías nacionales: entre quienes apuestan abiertamente por eliminar las barreras proteccionistas y quienes ven en ellas, no solo el señuelo para atraer a parte de la aristocracia obrera que percibe la globalización como una seria amenaza real al modelo de pacto social que hasta ahora le garantizaba una posición relativamente cómoda en tiempos tan revueltos, sino una garantía de mantener sus intereses de clase, amenazados en la medida en que se “difumina” el control estatal.
Ya hemos venido insistiendo en otros informes sobre el hecho de que la profundización de la crisis económica del imperialismo estaba agudizando las contradicciones políticas. Era este un proceso que afectaba hasta ahora a la periferia, provocando cambios en los Estados que dentro de las áreas de influencia de las distintas potencias, pretendían llevar adelante procesos nacionales “originales”: las revueltas populares en el norte de África y el Magreb en 2011, utilizadas por los imperialistas para intervenir directamente en la zona, desmembrando los estados y rompiendo la relativa estabilidad de la región; los cambios intervenidos estos últimos meses en Latinoamérica, donde uno tras otro, los distintos procesos reformistas han ido entrando en crisis, etc. Lo nuevo es que la pelea entre los distintos sectores de la burguesía por dominar las instituciones del Estado, y el “desorden” político, se han trasladado al centro de los estados imperialistas.
La crisis iniciada en 2008 no ha terminado y sus consecuencias sociales y políticas continúan agravándose en la Europa capitalista. Las tensiones en la UE que amenazan su propia existencia son consecuencia de ello, previsible por cuanto la coexistencia entre intereses imperialistas que en esta nueva etapa divergen, hace mucho más difícil el acuerdo entre las oligarquías nacionales del bloque capitalista europeo.
Dos ejemplos recientes pueden permitirnos comprobar hasta que punto la crisis económica que vive la UE no remite: El Deutsche Bank (cuyo principal accionista, por cierto, es la dictadura teocrática de Qatar, uno de los actores estelares en los conflictos de oriente próximo, que posee el 10% de sus títulos) conocido como el prestamista más grande de Alemania, atraviesa desde hace meses serios problemas, agravados por la exigencia del Departamento de Justicia de EEUU que le reclama el pago de 14.000 millones de euros en concepto de sanción por sus responsabilidades en el hundimiento de Lehman Brothers que diera inicio al crac de 2008. De enero a octubre de este año, sus acciones han perdido el 58% de valor (más del 20% solo en el mes de septiembre); y llueve sobre mojado, por cuanto en 2015 había experimentado una pérdida neta de valor de más de 6.500 millones de euros.
En octubre pasado, volvieron a ser insistentes los rumores sobre su hundimiento, especulándose con la intervención del Estado alemán para evitarlo. Finalmente el Departamento de Justicia yanqui parece decidido a suavizar su sanción para evitar el efecto dominó que la caída del Deutsche Bank tendría sobre el sistema financiero internacional.
Por su parte, coincidiendo con la crisis provocada por la derrota de Renzi en el referéndum, la Banca Monte dei Paschi tuvo que ser rescatada por el nuevo presidente, Paolo Gentiloni, elegido por el Parlamento de ese país, confirmando así la existencia de gravísimos problemas en el sistema financiero italiano. “Fracasar en la salvación del Monte dei Paschi sería devastador para todo el sistema bancario”, había escrito el diario La Repubblica.
La entidad toscana había perdido en un año el 80% de su valor y necesitaba obtener 2.068 millones de fondos institucionales internacionales (como en el caso de Bankia y otras cajas de ahorro españolas, la banca MdP. Había vendido acciones “preferentes”, estafando a los pequeños ahorradores).
La operación, que costará al estado italiano 20.000 millones de euros, fue criticada por el ministro de Finanzas alemán en estos términos: “La Unión Bancaria está para respetarse: es inaceptable que otros países la cumplan e Italia no”. El representante de la CDU, el partido de Merkel ante el Comité de Finanzas del Bundestag, aseguraba que “en el caso MPS se está sorteando la normativa de la UE”.
También Commerzbank, el segundo mayor banco comercial alemán, y otros gigantes financieros europeos (Crédit Suisse, USB, Barclay’s, Royal Bank of Scotland) atraviesan graves problemas. Según un estudio realizado por la Autoridad Bancaria Europea, los bancos europeos tienen malos créditos por un total de un billón de euros (360.000 solo los bancos italianos).
Al otro lado del Atlántico, hace unos días, la FED (reserva Federal de EEUU) subía los tipos de interés del 0,5 al 0,75%. Era la primera subida de 2016 y la segunda en los últimos diez años y los responsables del regulador yanqui advertían de que habrá otras en 2017.
Esta decisión hay que interpretarla como un intento de mejorar la situación de la potencia imperialista y de su sistema financiero sobre cuyo mal estado de salud se ha especulado mucho los últimos meses. Las consecuencias para los rivales en la pelea interimperialista van a ser negativas; subirá, además, el coste de la deuda de países como el nuestro, incrementará la inflación y el precio de las materias primas agravando en consecuencia los problemas de algunas economías “emergentes”, etc.
En noviembre la OPEP aprobaba, por primera vez desde 2008, un recorte en la producción de petróleo con el objetivo de aumentar su precio, en caída libre los últimos meses; con ello, los países productores intentan paliar en parte la grave crisis que la bajada del precio del petróleo ha causado a sus economías. No obstante, es previsible que esta medida, en cuya adopción ha sido decisivo el papel de Rusia, productor de petróleo aunque no miembro de esa organización de exportadores, no tenga el efecto esperado si el nuevo gobierno Trump (quien reiteradamente ha negado el cambio climático) pone en marcha su prometido paquete de medidas energéticas: incremento del fracking, recuperación del carbón, etc., contenidas hasta ahora por sus negativas consecuencias medioambientales. De hecho, Trump ha nombrado como Secretario de Estado al Presidente de la petrolera Exxon Mobil.
En cualquier caso, medidas como estas son previsibles por parte de una u otra potencia, conforme se encone la guerra económica abierta entre ellas. Con todo, una cosa debe quedar clara: de todas estas decisiones adoptadas por las grandes potencias imperialistas para mejorar su posición en la guerra abierta por los mercados y suavizar los efectos de la crisis capitalista en su propia economía, será la clase trabajadora la que pagará el precio en términos sociales y políticos.