por A. Bagauda
En artículos anteriores nos hemos referido al problema de la hegemonía, según fue definido por Antonio Gramsci. Pero, de acuerdo con su preocupación constante por vincular teoría y práctica, el planteamiento quedaría incompleto si no atendiéramos a los instrumentos con los que extender esa hegemonía: esto es, resumiendo, la dirección política de la clase llamada a acabar con el capitalismo, el proletariado.
En este sentido, es conocida la imbricación del problema del Partido y de los intelectuales en la concepción gramsciana. Hay un tipo de partidos, los de masas, dice, en los que estas «no tienen otra función política que la de una fidelidad genérica, de tipo militar, a un centro político, visible o invisible».
Una masa a la que se tiene ocupada «con prédicas morales, con incentivos sentimentales, con mitos mesiánicos en espera de tiempos fabulosos en que todas las miserias y contradicciones actuales se resolverán automáticamente». El 20D ha permitido comprobar a amplios sectores en que están quedando tales promesas. Por supuesto, para Gramsci el papel de las masas es determinante, pero por sí solas no pueden constituir un partido; es necesario que alguien las centralice, organice y discipline: el Partido revolucionario.
«Se habla de capitanes sin ejército, pero en realidad, es mucho más fácil formar un ejército que formar capitanes. Lo demuestra el hecho de que un ejército ya formado es destruido si le faltan los capitanes, mientras que un grupo de capitanes que están de acuerdo entre ellos y tengan fines comunes no tardan en formar un ejército».
Para Gramsci, los partidos políticos cumplen también una labor de «tutela de un cierto orden político y legal», por lo que distingue entre partidos reaccionarios (los que conservan «un orden obstaculizador de las fuerzas vivas de la historia» y progresivos: que tienden «a elevar al pueblo a un nuevo nivel de civilización, del que el orden político y legal es su expresión programática». Así pues, la función de un partido será regresiva «cuando tiende a comprimir las fuerzas vivas de la historia y a mantener una legalidad superada, antihistórica». Una formulación, por cierto, muy útil para iluminar el verdadero carácter de la «nueva política» del populismo «ni de izquierdas, ni de derechas» en nuestro país.
Nos referimos a la relación con las masas y prefiguración de la nueva sociedad porque nos introducen al problema de los intelectuales. Aún añadiremos aquí la categoría de “bloque histórico”, que desarrolla y concreta la teoría leninista sobre las alianzas de clase: basándose en la unidad dialéctica entre estructura y superestructura, que recorre y unifica el pensamiento gramsciano, se refiere aquí a la imbricación de las fuerzas sociales (como alianza de clases) en ascenso, que aspiran a la conquista del poder político, y la concepción de la nueva sociedad que buscan construir. Pues bien: a ese “bloque histórico”, y por el desarrollo concreto del capitalismo, Gramsci entiende que se incorporarán numerosos trabajadores vinculados a la ciencia, la técnica, los servicios y la administración, cuyos intereses objetivos se acercan cada vez más a los del proletariado.
Sin embargo, no es el intelectual de profesión el que interesa a Gramsci, aunque es evidente que la incorporación de aquel al nuevo bloque histórico de las fuerzas progresivas debilita a la clase dominante, que los utiliza para extender su hegemonía a través de los «aparatos privados» de la escuela, la Iglesia y la prensa. Es precisamente esta constatación de la forma en que las clases en el poder organizan su dominación, no sólo mediante la coerción sino también extendiendo su hegemonía para conseguir el asentimiento de los dominados, sirve a Gramsci para dar respuesta al problema de cómo modificar la organización social y política, y para definir el tipo de intelectual necesario para el nuevo bloque histórico.
Si la hegemonía de las clases dominantes significa la adhesión de los dominados a la concepción del mundo burguesa, a un modo de pensar y actuar que se considera “natural”, será necesario extender una nueva concepción del mundo, distinta de la burguesa, entre el proletariado y sus aliados, ya desde antes de la toma del poder. Una concepción que «tiende a ser popular, de masas […], modificando el pensamiento popular»; un pensamiento colonizado por el “sentido común” de la clase dominante. Se trata, pues, de conquistar el “consenso” de las masas para la toma del poder, mantenerlo y construir la nueva sociedad. Pero ese “consenso” significa la ligazón de estas a la ideología emancipadora que aporta el Partido de la clase obrera, y no, como entiende el “ciudadanismo”, el acuerdo como fin en sí mismo, en torno a ideas ambiguas en torno a asuntos que no cuestionan el fondo de la dominación burguesa. Téngase en cuenta que, como señalaba Gramsci, una “crisis orgánica” (en la que se rompe el asentimiento de los grupos subordinados, que dejan de seguir a “sus” partidos tradicionales) puede conducir a la revolución, pero también a la reacción.
Es a los “intelectuales orgánicos” de la clase obrera y al Partido a quienes corresponde esa tarea de hacer que los trabajadores adquieran conciencia de su ser social, de su papel histórico, asumiendo esa nueva forma de pensar que aporta el marxismo. Ello requiere la participación de la propia clase obrera, que debe crear sus propios intelectuales a través del Partido, elevando a sus miembros a un nivel más consciente y crítico de su posición en la historia, a través de la elaboración de sus propios problemas: unos intelectuales que pongan en cuestión el poder político, económico y cultural de la burguesía, y no se limiten a una simple crítica de costumbres (ya sabemos: la corrupción, la “regeneración”, etc.), que es fácilmente absorbida por el sistema.
Ya nos hemos referido a la relación entre teoría y práctica en Gramsci. Por lo que respecta a los intelectuales (y téngase en cuenta que, en Gramsci, este término designa también a los miembros del Partido revolucionario), esa idea se plasma en la necesidad de que estos aporten su saber, pero sumándole la ya aludida concepción de la historia, del mundo, para así convertirse en dirigentes («especialista + político», dirá Gramsci). En la misma línea, también insiste en que debe haber un nexo dialéctico entre intelectuales y masas (igual que entre teoría y práctica, y entre trabajo intelectual y trabajo manual –lo cual no significa que no atribuya un carácter intelectual a toda actividad humana). Y, para ello, se debe permanecer en contacto con la masa, «mezclarse activamente en la vida práctica»: actuar –insistimos– como dirigentes; y eso requiere una organización permanente, un trabajo y una relación cotidianos que no se resuelve en “plazas” pasajeras. De esta manera, los intelectuales elaboran en forma de teoría los principios y problemas que las masas plantean con su actividad práctica; y, por ese mismo proceso, llevan a cabo la elevación y transformación intelectual de vastos estratos populares.
Obsérvese que el nuevo intelectual (el militante revolucionario, podríamos decir) procede a resolver los problemas sobre los términos reales en los que el pueblo siente y vive el problema, para llegar a una formulación superior; para sacarlo de la superstición, del folclore, del “sentido común” y hacerlo avanzar hacia una nueva cultura, acorde con las necesidades de la clase obrera. No se trata, desde luego, de que los intelectuales de la clase obrera asuman esa “superstición”, el “sentido común” (inoculado, como hemos visto, por las clases dominantes a través de múltiples instrumentos para que sea “vivido” por las subalternas), para construir un “consenso” sobre los prejuicios inspirados desde la concepción burguesa del mundo, y establecer una “hegemonía” que no vaya más allá de conseguir votos, como han promovido los ciudadanistas y sus acólitos.
«El elemento popular “siente”, pero no siempre comprende o sabe; el elemento intelectual “sabe”, pero no siempre comprende y especialmente “siente”. […] sentir las pasiones elementales del pueblo, comprendiéndolas y en consecuencia explicándolas y justificándolas en esa situación histórica determinada, y vinculándolas dialécticamente a las leyes de la historia, a una concepción superior del mundo, científica y coherentemente elaborada, el “saber”».
Es cierto que el “ciudadanismo” ha intentado en ocasiones este acercamiento a los sentimientos de las masas. Sin embargo, la falta de esa concepción del mundo revolucionaria a la cual elevarlas, y sus prejuicios pequeñoburgueses contra la organización, hacen que el intento no pase de un lampedusiano populismo. Decía Pablo Iglesias en su programa que Gramsci es la respuesta para entender «por qué Errejón dice lo que dice», para «comprender a Juan Carlos Monedero» y sus propias intenciones. Una nueva concepción del mundo, la aspiración a la toma del poder y la conciencia del papel del proletariado en la historia; una organización que permita el contacto y la elaboración política entre la clase y el intelectual colectivo que es el Partido: esos son los pilares sobre los que Gramsci pretendía construir la hegemonía de la clase obrera y la construcción de un bloque histórico. ¿Cabe mayor tergiversación de su pensamiento que las elucubraciones de este populismo desclasado?