Por Carlos Hermida | Octubre nº 91
Los años comprendidos entre 1924 y 1928 se caracterizaron por la estabilidad económica, lograda gracias a las inversiones de capital estadounidense. El gobierno alemán trató, además, de normalizar las relaciones con los países vencedores en la guerra y para ello aceptó un nuevo plan para el pago de las reparaciones económicas (Plan Dawes) y en octubre de 1925 firmó el Tratado de Locarno, por el cual Alemania reconocía las fronteras occidentales fijadas en el Tratado de Versalles, aunque no se garantizaban las fronteras orientales. Francia, Reino Unido e Italia garantizaban el Tratado.
En diciembre de 1924 Hitler fue puesto en libertad y el partido nazi fue de nuevo autorizado A finales de 1925 contaba con 27.000 afiliados, alcanzando los 100.000 en 1928. Sin embargo, sus resultados electorales eran cada vez peores. En las elecciones del 4 de mayo de 1924 los nazis obtuvieron 1.918.000 votos y en las del 28 de mayo de 1928 descendieron hasta los 800.000 votos. Hitler, aunque empezaba a ser conocido, seguía siendo el dirigente de un partido marginal, extraordinariamente violento, pero sin posibilidades reales de alcanzar el poder.
Hitler habría permanecido en un rincón de la Historia si no hubiera sido por el vendaval económico que se extendió por el mundo capitalista a partir de 1929.La Gran Depresión tuvo unos efectos devastadores en Alemania. En 1930 había 3 millones de parados; 4,3 millones en 1931 y 6 millones a finales de 1932. Tras cinco años de bonanza económica, el país se hundió de nuevo en la crisis y el desempleo.
Esta situación social explica el crecimiento espectacular de los nazis. En 1929 el partido tenía 120.000 afiliados y en 1932 contaba con 1.200.000. La mayoría de sus miembros provenían de la pequeña burguesía y las clases medias: pequeños comerciantes, agricultores, funcionarios, empleados de oficina, y estudiantes en paro; esto es, sectores golpeados por la crisis, que temían la revolución proletaria, pero resentidos también con el gran capital. Muchos obreros sin empleo, desesperados por la falta de trabajo, se unieron a los nazis. Las recetas demagógicas y simplistas de Hitler, que culpaba a los judíos y a los comunistas de la desastrosa situación, y prometía acabar con el tratado de Versalles y devolver la grandeza a Alemania, fueron escuchadas por amplias capas de población desorientadas, amenazadas por el paro, la miseria y la pérdida de status.
Paralelamente al incremento de la afiliación, los nazis obtuvieron grandes éxitos electorales. En las elecciones de septiembre de 1930 el partido de Hitler consiguió una sorprendente victoria en el Reichstag, obteniendo 107 escaños (18,3%, 6.406.397 votos). Los nazis se convirtieron en el segundo partido de Alemania. En Baviera, el partido consiguió el 17,9% de los votos, aunque por primera vez este porcentaje fue sobrepasado por otras provincias: Oldemburgo (27,3%), Brunswick (26,6%), Waldeck (26,5%), Mecklenburgo-Strelitz (22,6%), Lippe (22,3%) Mecklenburgo-Schwerin (20,1%), Anhalt (19,8%), Turingia (19,5%), Baden (19,2%), Hamburgo (19,2%), Prusia (18,4%), Hesse (18,4%), Sajonia (18,3%), Lübeck (18,3%) y Schaumburg-Lippe (18,1%).
Mientras los partidos que apoyaban al régimen republicano se hundían, el NSDAP se convertía en el receptáculo de todos los descontentos. En las elecciones de julio de 1932 los nazis se convirtieron en el partido más votado, con cerca de 14 millones de votos y 230 escaños, aunque en las elecciones de noviembre del mismo año tuvieron un importante descenso en votos y diputados. Tras una serie de complejas negociaciones, Hitler fue nombrado canciller de Alemania a finales de enero de 1933.
En el impresionante ascenso de votos influyó notablemente la utilización de novedosas técnicas de propaganda, con la proliferación de desfiles, concentraciones de masas, impactantes carteles, etc. La propaganda nazi se basó en los principios de simplificación, exageración y divulgación de una serie de consignas repetidas de forma continua y presentadas de manera sencilla para que pudieran ser captadas y asumidas por grandes masas de población.
Ahora bien, no es posible entender los éxitos electorales del nazismo sin la generosa financiación de los empresarios. Fue la gran industria quien estuvo detrás de Hitler. La intensificación de la lucha de clases y el ascenso del Partido Comunista (KPD) que llegó a tener 100 diputados en el Reichstag de julio de 1932, llevó a la burguesía a optar por la destrucción de la República y apostar por el nacionalsocialismo. No decimos que Hitler fuera un muñeco en manos del gran capital alemán, pero es un grave error considerar al régimen nazi como un sistema político dotado de absoluta autonomía en relación a la burguesía. Nazismo y capitalismo forman parte de la misma ecuación. Fueron las clases dominantes de Alemania, representadas por el presidente Hindemburg, quienes entregaron el poder a Hitler en enero de 1933.
No debemos olvidar, finalmente, que el triunfo de los nazis se vio facilitado por el duro enfrentamiento entre socialistas (SPD) y comunistas (KPD). La unión de ambos partidos en torno a un programa mínimo tal vez hubiera podido detener a Hitler, pero la actitud de la socialdemocracia, visceralmente anticomunista, y convertida en garante de los intereses de la burguesía, impidió la alianza antifascista.
El triunfo de los nazis marcó un cambio de rumbo en la situación europea y mundial. Al hacerse con el poder en un país como Alemania, que poseía un gigantesco potencial industrial, Hitler se convirtió en una amenaza no solo para la Unión Soviética, sino para todas las fuerzas progresistas del mundo. La reflexión sobre el fascismo que realizó la Internacional Comunista en su VII Congreso de 1935, plasmada en los análisis de Dimitrov, se concretaría poco después en la política de los frentes populares. La alianza de las organizaciones proletarias con organizaciones burguesas de carácter democrático demostró ser una eficaz herramienta para hacer frente al fascismo.