Efrén H.
Se cumple el cuadragésimo aniversario del 23-F. Todos hemos visto cientos de veces las imágenes en televisión: el teniente coronel Tejero entrando pistola en mano en el Congreso de los Diputados con un pelotón de guardias civiles, el lenguaje soez que empleó y los múltiples disparos al techo del hemiciclo. Muchos españoles lo escuchamos ese día en directo a través de la radio. Y también llevamos años leyendo y oyendo la versión oficial de los acontecimientos. Ese relato, que se tejió al día siguiente de fracasar la intentona golpista, afirma que un grupo de militares encabezados por el general Alfonso Armada, el general Milán del Bosch y el ya citado Tejero organizaron un golpe de estado para acabar con la democracia, pero fracasaron gracias a la intervención del rey Juan Carlos I, que se mostró en todo momento favorable al orden constitucional. Unos días después, una enorme manifestación en Madrid demostró el apoyo popular a la libertad y a la Constitución de 1978. También los medios de comunicación habían jugado un importante papel, en especial la radio, al tener informados a los ciudadanos de los acontecimientos (“la noche de los transistores”). Todos contentos y felices. Fin de la historia.
Pero en este parque temático de la democracia desde el principio hubo sombras de duda muy alargadas. Si bien no se han podido consultar documentos y grabaciones telefónicas que se consideran secretos de Estado y deben estar custodiados por el Centro Nacional de Inteligencia (CNI), aunque también es muy posible que hayan sido destruidos, la nutrida bibliografía que ha ido apareciendo sobre el tema –de muy desigual calidad– permite cuestionar el discurso oficial. En primer lugar, es prácticamente increíble que los servicios de inteligencia del CESID no estuvieran al tanto de las actividades de un individuo tan burdo como Tejero, que ya había estado envuelto en tramas golpistas. En segundo lugar, y este es un dato fundamental, la entrada de la Guardia Civil en el Congreso de los Diputados se produce a las 18:23 de la tarde y el rey no se dirige al pueblo español hasta las 01:14 del día 24. Si el monarca era un defensor a ultranza de la Constitución, lo lógico es que se hubiese manifestado de forma inmediata contra los golpistas. Es cierto que las instalaciones de Televisión Española estaban tomadas por fuerzas militares, pero las emisoras de radio no habían sido intervenidas. Siendo el rey el Jefe de las Fuerzas Armadas, un pronunciamiento tajante hubiera desarticulado el golpe rápidamente. También es de destacar que Juan Carlos I en su mensaje no hizo ninguna referencia a “golpe de estado”, hablando de los sucesos desarrollados en el Congreso de los Diputados. Como si allí se hubiera celebrado una fiesta de disfraces. Finalmente, es evidente que un golpe militar hubiese cerrado a España las puertas de la OTAN y de la Comunidad Económica Europea.
Lo que sucedió en realidad fue muy diferente. En 1980 había un gran malestar en el Ejército por los múltiples atentados de ETA y por la construcción del denominado Estado de las Autonomías. Una buena parte de los militares sentía una fuerte animadversión hacia el presidente Adolfo Suárez, a quien consideraban un traidor por haber legalizado el PCE. Una hostilidad que era compartida por la Corona. Lo que se puso en marcha fue una especie de autogolpe o “golpe de timón” para rectificar la política española. El primer paso fue conseguir la dimisión de Suárez a finales de enero. Aunque él siempre negó que se debiera a las presiones del Rey o del Ejército, lo cierto es que de las palabras de su discurso de dimisión se deduce lo contrario. Eliminado Suárez, el siguiente paso era formar un gobierno de concentración presidido por el general Alfonso Armada, un hombre ligado estrechamente al monarca. Si este plan fracasó se debió a la acción de Antonio Tejero. Su esperpéntica irrupción en el Congreso de los Diputados era difícil de conjugar con ese golpe de timón; por otro lado, su negativa rotunda a un gobierno del que formaban parte ministros de partidos de izquierda frustró toda la operación. Tejero pretendía la formación de una Junta estrictamente militar. En esa tesitura, hubo que reconducir la situación. El monarca se desmarcó de la operación, a la que había dado su apoyo, y decidió presentarse como salvador de la libertad. En el camino se sacrificaba a los implicados en la intentona. Algo muy propio de los Borbones. Utilizar a determinadas personas para sus fines y después dejarlas caer. El famoso “borboneo” de Alfonso XIII.
Una variante de esta interpretación la proporciona el ex coronel Martínez Inglés, quien afirma en sus libros que este teatrillo, según sus palabras, fue una maniobra para cortar un golpe duro que se estaba preparando para mayo y que podía acabar con la monarquía. Lo que parece evidente es la implicación del rey en los acontecimientos y, desde luego, fue el gran beneficiario de lo ocurrido. De golpista a héroe en unas horas. Es curioso el hecho de que todo el arco parlamentario aceptase el relato oficial. Ni el Partido Popular ni el PSOE se han desmarcado de esa versión. En el caso de los socialistas, la conversación que mantuvo Enrique Múgica y el general Armada meses antes del 23-F resultaba bastante sospechosa. Lo mejor era echar tierra a todo el asunto.
Juan Carlos I vivió de los réditos del 23-F durante muchos años. Arropado por la inmensa mayoría de los medios de comunicación, y con una amplia corte de corifeos, tuvo patente de corso para sus andanzas. Sin embargo, era cuestión de tiempo que salieran a la luz sus poco ejemplares prácticas. Los gravísimos casos de corrupción que ha protagonizado han abierto una brecha en la institución monárquica
Este aniversario va a constituir un intento desesperado de maquillar la monarquía. Incluso el régimen ha recurrido a historiadores profesionales con prestigio para la operación. Enrique Moradiellos, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Extremadura y autor de varios libros sobre las relaciones internacionales durante la guerra civil española, acaba de publicar un artículo en “El País” (22 de febrero) en el que, entre otras perlas, se refiere al legado imborrable de Juan Carlos I durante la Transición. Recordemos algunos episodios de este fabuloso legado: fue nombrado sucesor por Francisco Franco, dictador fascista y asesino de masas, juró las leyes Fundamentales del Movimiento, se subió al carro de la Transición para no perder el trono y estuvo implicado en los hechos del 23-F; durante su reinado todos los españoles le hemos pagado sus múltiples devaneos sentimentales, por emplear palabras suaves, ha cometido múltiples casos de corrupción y, como colofón, ha huido de España. Desde hace meses vive fuera de su patria (la palabra que tanto le gusta), con todos los gastos costeados por el presupuesto del Estado. Y no se ha marchado al Reino Unido o a Noruega, países con un régimen monárquico parlamentario. Ha preferido un lugar más exótico: Abu Dabi. Allí rodeado de sátrapas y jeques corruptos debe sentirse más a gusto.
Los múltiples problemas que tiene España, de carácter económico, social y político, no pueden encontrar solución dentro del marco de la monarquía y la Constitución de 1978. Lo hemos dicho muchas veces. Este régimen está corrompido, es un obstáculo que debe removerse para que las jóvenes generaciones tengan futuro. Además, la progresiva degradación social, el incremento del paro y la pobreza, con sus secuelas de frustración y desesperación, abre las puertas al fascismo. Solo hay una salida: la ruptura política y la proclamación de la República Popular y Federativa.