J. P. Galindo
Dice la leyenda que Galileo pronunció la frase: «Sin embargo se mueve», después de verse obligado a renegar de la teoría heliocéntrica ante el tribunal de la inquisición que le juzgaba por cuestionar la teoría oficial de que el universo orbita alrededor de una tierra estática. Galileo se enfrentaba a la posibilidad de ser quemado en la hoguera por defender la verdad, como ya le había ocurrido a otros (como el también astrónomo Giordano Bruno unas décadas antes), por lo que su aparente renuncia fue la maniobra imprescindible para continuar sus trabajos científicos.
Hoy nuestra vida política tiene ciertas similitudes con aquel momento. Existe una minoría de personas con la capacidad de comprender realmente los mecanismos de nuestras sociedades, su motor (económico) interno, y las manifestaciones políticas de su aplicación. Los comunistas conocemos, principalmente gracias a la teoría de Marx y Engels, y la práctica de Lenin y Stalin, que la clase social de los trabajadores «libres» (libres de amos, pero también de medios de subsistencia), se encuentra sometida a la dictadura de la clase burguesa y a las mil y una manifestaciones de su poder social. Por eso mismo sabemos que la única salida al laberinto político, económico y social en el que nos encontramos pasa por destruir violentamente la estructura económica y todas sus manifestaciones prácticas mediante la Revolución primero, y la dictadura del proletariado después.
Sin embargo, la mayoría social (el proletariado) vive «alienada» de su propia clase (es decir, no es consciente de pertenecer a su propia clase social) y, por tanto, asume los intereses de la clase dominante (la burguesía), que asimila como los «razonables» dada la imposición y omnipresencia pública de los mismos, a pesar de perjudicarla directamente o, en el mejor de los casos, perpetuar su explotación bajo condiciones algo menos asfixiantes.
En estas duras condiciones solo podemos trabajar, paciente y constantemente por sustituir la alienación del proletariado por la conciencia de su situación social, de su clase, y de la necesidad de ruptura con la normalidad impuesta por nuestros explotadores. Ese es el objetivo estratégico para sentar las bases de la Revolución. Pero mientras esa labor da sus frutos los comunistas no podemos simplemente cerrar los ojos a la realidad: millones de trabajadores continúan reproduciendo esa normalidad asimilada de mil formas distintas (en las relaciones de amistad o de pareja, en el entorno laboral, en el consumo…), y especialmente en sus posiciones políticas e ideológicas.
La tarea de desvincular a nuestra clase de la ideología asimilada durante décadas como la única válida (e incluso como «el mejor de los mundos posibles» que dijo el filósofo Leibniz), pasa necesariamente por ver defraudadas sistemáticamente las esperanzas depositadas en las soluciones «razonables» que ofrece la burguesía a los efectos de su propia dictadura, al mismo tiempo que las opciones más revolucionarias comiencen a verse como factibles. No es posible hacer una cosa sin la otra; el discurso hegemónico siempre renovará sus promesas de solución ideal (incluso a través de sacrificios y dolores temporales), mientras la amenaza de su destrucción revolucionaria (con sus propios dolores y sacrificios) no se contemple como preferible por parte de las clases populares.
En el claroscuro que surge entre el ocaso de una ideología dominante y el amanecer de otra distinta es donde situaba Gramsci sus monstruos. Pero también surgen monstruos de la frustración que produce tanto el desencanto popular con la burguesía cuando no encuentra respuestas revolucionarias creíbles, así como de la frustración del revolucionario que ha perdido todo contacto con la clase revolucionaria y la desprecia (más o menos conscientemente) por su atraso. En ambos extremos solo puede aparecer la degeneración ideológica, el engendro «transversal» que injerta elementos de uno y otro lado para parecer atractivo ante proletariado alienado, y que está condenado a reforzar las posiciones más reaccionarias y conservadoras ante la inestabilidad sin orientación, como apuntaba el comunista italiano.
Con todos estos elementos en mente, cada pocos años se repite un debate tan enconado como estéril en los nuevos «mentideros» de las redes sociales del ámbito revolucionario: Ante las distintas convocatorias del parlamentarismo burgués se rompen las costuras de unas organizaciones que se definen como vanguardia pero no tienen masas a las que encabezar. La mayoría proclama la ruptura con la burguesía y sus instituciones llamando a la abstención, haciendo de su necesidad virtud para predicar en el desierto mientras las masas siguen instaladas en el parlamentarismo, mientras que alguna otra se presenta como la única opción electoral aceptable dadas sus intachables virtudes revolucionarias, cosechando el esperable desinterés de quienes han sido educados en los códigos políticos del enemigo. Unas y otras reproducen sin embargo el mismo vicio; se enfocan hacia unas masas idealizadas, en las que la ideología dominante ya ha sido extirpada y sustituida por la conciencia de clase, y que actúan políticamente al margen de la burguesía y en contra de ella.
Lenin, de nuevo, nos educa al respecto cuando responde a los ultraizquierdistas alemanes sobre su consigna de no participar del parlamentarismo burgués: «¿Cómo se puede decir que el “parlamentarismo ha caducado políticamente”, si “millones” y “legiones” de proletarios son todavía no sólo partidarios del parlamentarismo en general, sino incluso francamente “contrarrevolucionarios”? Es evidente que en Alemania el parlamentarismo aún no ha caducado políticamente. Es evidente que los “izquierdistas” de Alemania han tomado su deseo, su actitud político-ideológica, por una realidad objetiva. Éste es el más peligroso de los errores para los revolucionarios.» (La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo).
Si hacemos una rápida comparación con la situación político-ideológica de la España de 2023, veremos que nuestros «millones y legiones» de proletarios no solo siguen encadenados al parlamentarismo, sino a su vertiente más reaccionaria, producto de la mal cerrada transición de la dictadura abierta a la dictadura encubierta. Dirigir a estas masas ultraalienadas discursos destinados a un proletariado concienciado de su posición de clase, llamándolas a desentenderse de las instituciones o esperando que elijan candidaturas comunistas, es el mayor ejemplo de confundir deseos con realidad.
La realidad, por incómoda y desagradable que se nos ofrezca, es que no podemos saltarnos pasos en el despertar del proletariado revolucionario; cada decepción reformista debe ir acompañada del acercamiento a posiciones de ruptura revolucionaria (no utópicas a sus ojos), y viceversa, cada paso adelante debe asentarse sobre los retrocesos de la burguesía y sus vanas promesas. Aunque a veces la táctica del momento nos imponga aparentes contradicciones, también nosotros proclamamos «eppur si muove» mientras avanzamos en el proceso de desalienación de nuestra clase.