Lucía Ugalde
Un breve ensayo sobre cómo acostumbramos a entender la disciplina y las consecuencias nefastas que este error puede tener sobre nosotros.
El peor de los vicios en el que podemos caer los comunistas es aquel que se desprende de la monumental tarea de la que decidimos encargarnos un día tras otro. Somos analíticos: deseamos comprender el mundo, pero no para dominarlo; sino para liberarlo, porque además somos buenos. Diseccionamos con pulso de cirujano el tejido de la realidad, quitando una capa tras otra y uniéndolas de nuevo y así vemos al monstruo respirar entre bocanadas asmáticas. Lo que somos nos viene heredado de mucho antes de nuestro nacimiento: así de grande es nuestro propósito, que ni siquiera cabe en nuestro cuerpo.
En los cinco años que llevo militando he visto a muchos camaradas y excamaradas que llevan su tarea como quien construye una cadena. Meten abnegadamente un eslabón tras otro, esperando que repitiendo una misma acción que ya fue hecha antes por los espectros del pasado, esta acabe resultando en un golpe letal que pueda matar al demonio de una vez por todas. Se creen disciplinados, pero sin saberlo son anticomunistas. Son anticomunistas porque los comunistas son buenos y aman a la humanidad más que a cualquier ídolo o dios, son anticomunistas porque creen que la disciplina es dura, como el golpe de cinturón de un padre; cuando realmente es dulce, como su abrazo.
Mueven la misma roca de un lado a otro de la montaña y repiten la acción porque piensan que la acción es buena, sin reparar en la sangre que se acumula tras las ampollas de sus manos. Son anticomunistas porque renuncian a la esencia del comunismo, que es la esencia del hombre libre, y no la del hombre hecho máquina. Que caigan mil maldiciones desde los cielos a aquel que fuerce sus músculos aún cuando su cuerpo jadea y pide descanso. Y si Dios, malvado y despreciable como el peor de los hombres, no baja a ayudarte, yo misma maldeciré tu terrible ego que te fuerza a seguir desangrándote en vida, aún cuando tu cuerpo es pequeño y la tarea comunista lo desbordará una y otra vez irremediablemente. Qué terrible error pensar que la humanidad libre será construida por los hombres que se esclavizan a sí mismos así, como tú lo haces. ¡Pobre y mísero comunista, que queriendo liberar a todos te has condenado a ti mismo!
En estas condiciones de maltrato cíclico tan solo los enfermos mentales serían comunistas. Quizás por eso la gente deje de ser comunista: no es que sean antirrevolucionarios, o revisionistas, o izquierdistas, o lo que quieran ser; es que no están locos. Luego, con el tiempo, algunos se hacen reaccionarios, o revisionistas, o lo que quieran ser, pero eso no nos incumbe a nosotros.
En qué pensará aquel disciplinado comunista cuando está a solas. Cuánto tiempo empleará en dilucidar el significado de las palabras que usa: la libertad, el mercado, la plusvalía, y otras tantas. Yo también acostumbro a pensar en palabras, pero a veces mi hilo de pensamiento se ve interrumpido por un recuerdo, que es el azul cristalino del interior de una ola en Cádiz que me arrastra hacia otro recuerdo, que es el rojo de aquella luna de sangre que iluminaba el prao y extendía nuestras sombras hacia los arbustos, tiñendo de carmesí hasta las montañas. Pobres de nosotros los comunistas que creemos comprender el hilo vertebrador del mundo a través de una mente deshilachada, con imágenes que danzan tumultuosamente sin que nadie les ponga orden. En el azul de esa ola del sur no hay disciplina, ni plusvalía en el rojo de la luna de sangre, y pese a ello yo soy comunista. Tanto como lo fue Marx, Engels, Lenin, Hoxha o Stalin, porque aunque los espectros del pasado estén muertos ellos tenían carne y dientes, igual que tú y yo, que también estaremos muertos algún día, y no hay más. Pobre de ti, mísero comunista, que usas palabras grandilocuentes que pocos conocen y ni siquiera eres capaz de enfrentar el ardor en el principio de la garganta cuando tratas de decir un “te quiero”, ¿cómo vas a liberarnos a todos? ¿Cómo vas a liberarme a mí?
Cómo nos alzaremos sobre los cielos y desbancaremos a Dios de su trono así, en estas condiciones tan paupérrimas. Pobre abnegado comunista, que se siente incapaz y se mueve de un sitio a otro sin reparar en la tensión que habita sus músculos. Cómo vas a ser tú nuestro liberador, si caminas como un títere con un palo metido por el culo. En estas condiciones de hipertrofia espiritual, en la que tu rostro refleja que eres una alma en pena, un amasijo de frustraciones amorfo, ¿si alguien te viera, quién sería comunista?
Tú eres como yo, pobre y mísero comunista, porque el sudor de tu espalda es tan ácido como el mío y mi saliva es tan dulce como la tuya. Por eso has de dejar de ser un pobre y mísero comunista. Porque si yo te amo a ti y tú me amas a mí y tú y yo somos la misma cosa, ¿por qué no te amarías a ti mismo? Desprende tus manos de la roca y cura las heridas. Sé disciplinado y ámate con la bondad con la que amas al mundo. Así serás un gran comunista, y no pobre y mísero.