C. Hermida
El 14 de abril de 1931, en un ambiente festivo, de inmensa alegría popular, como ponen de manifiesto todas las crónicas periodísticas de la época, las fotografías y los documentales filmados en su momento, se proclamó la II República en nuestro país. De forma pacífica, tras haber obtenido las candidaturas republicanas un rotundo triunfo en las elecciones municipales del 12 de abril (vencieron en 43 capitales de provincia) el rey Alfonso XIII marchó al exilio. Por segunda vez, los Borbones fueron expulsados de España.
Se abrió entonces, entre 1931 y 1933, un período de profundas reformas sociales y políticas que contaron con un enorme apoyo popular. Fue un momento de ilusión, de esperanza y de una activa participación de los ciudadanos en la vida pública, porque los trabajadores y las clases populares entendieron que ahora sí se había producido un verdadero cambio en España, que su destino ya no estaba en manos del cacique de turno. La afiliación a los partidos y los sindicatos fue masiva, aumentó el número de periódicos y las discusiones en las Cortes eran objeto de atención y debate en las familias, los centros de trabajo y de ocio. La política se vivía con interés especial.
Pero la República tenía poderosos enemigos que estaban dispuestos a destruirla. La Iglesia, amplios sectores del Ejército, los terratenientes y la Banca iniciaron desde el primer momento una campaña de hostigamiento brutal contra el nuevo régimen, al que veían como un peligro para sus seculares privilegios. Durante el bienio negro (1934-1935) suprimieron las reformas que Azaña y su gobierno habían puesto en marcha durante los dos años anteriores y, tras el triunfo del Frente Popular, las fuerzas de derecha optaron abiertamente por el golpe de Estado y llevaron al país a la guerra civil. El revisionismo histórico del Partido Popular y de VOX pretenden tergiversar la verdad histórica, pero lo cierto es que la II República fue un régimen legal y legítimo, destruido por fuerzas fascistas que contaron con el apoyo de Hitler y Mussolini para derrotar la amplia resistencia popular durante tres años de lucha (1936-1939).
Tenemos la obligación de no olvidar lo que fue esa experiencia histórica y de conmemorar siempre el 14 de abril, pero debemos mirar hacia el futuro. La memoria histórica es fundamental mantenerla, pero la III República solo la alcanzaremos mediante la acción política.
Lamentablemente, la izquierda parlamentaria no quiere la República, aunque pueda hacer referencia a ella en sus programas como un guiño electoral a un sector de votantes, pero desde la nefasta Transición, esa izquierda oficial, institucional o parlamentaria, o como queramos llamarla, apostó por la monarquía.
Existe evidentemente un sentimiento republicano entre los sectores populares, pero cuando se ha expresado en la calle, cuando se ha hecho visible, como ocurrió en los momentos de la abdicación de Juan Carlos I, esa izquierda ha actuado como bombero de la derecha para sofocar el incendio republicano que amenazaba con derribar el tinglado del régimen del 78.
El resultado es la perpetuación de un régimen corrupto, de una monarquía que está al servicio de una oligarquía cuyos intereses son antagónicos con respecto a los de las clases populares. El problema no tiene que ver con las personas que ocupan el trono (aunque los niveles delictivos del denominado Emérito son difíciles de superar), sino con la esencia del régimen. La Constitución de 1978 y todo el aparato institucional del Estado son la expresión del dominio político de unas clases sociales, de un bloque de poder hegemonizado por la oligarquía financiera. Mientras se mantengan la monarquía, la Constitución y el aparato estatal, es absolutamente imposible solucionar los graves problemas de nuestro país.
Y no debe quedar ninguna duda sobre la necesidad de una República Popular y Federativa como etapa anterior al socialismo. Porque si bien es cierto que el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas en España permite el paso al socialismo, las condiciones políticas objetivas y subjetivas lo hacen inviable.
La despolitización, la falta de conciencia de clase, el abrumador dominio de la ideología y la cultura burguesa entre las clases populares, el consumismo y el individualismo son los elementos que conforman la ideología de la mayor parte de los trabajadores. La clase obrera no cuestiona el capitalismo. En estas circunstancias, los objetivos reivindicativos de las clases populares no trascienden el marco de las relaciones de producción capitalistas, pero sí rebasan el actual régimen político. La defensa de los servicios públicos, la soberanía nacional, la transformación del sistema educativo, la reforma eclesiástica, la reindustrialización, la solución de la cuestión nacional, etc., necesitan para su concreción práctica de un modelo político republicano popular, pero no socialista.
Lo que debemos discutir es el modo en que se articulan las alianzas políticas para alcanzarla III República y el contenido económico, social y político que tendrá el nuevo régimen. Plantearse la posibilidad de una República socialista en las actuales circunstancias es aislarse completamente de las masas y dedicarse a estériles disquisiciones ajenas a la realidad.