Por Efrén H. | Octubre nº 80
El 5 de marzo de 1953 murió Iosif Visariónovich Dzhugashvili, conocido mundialmente con el sobrenombre de Stalin. Su persona y su gestión política entre 1929, año en que se impuso sobre sus adversarios políticos, y el año de su fallecimiento, han merecido los peores calificativos. No ha quedado ni una sola parcela de su gobierno que no haya sido juzgada con los términos más duros y la más absoluta de las descalificaciones.
Desde la ayuda a la España republicana durante la Guerra Civil hasta el Pacto Germano-Soviético, pasando por los planes quinquenales y la colectivización de la agricultura, todo es considerado como una política pérfida y criminal fruto de una personalidad sádica y paranoica. Desde la extrema derecha hasta el anarquismo, pasando por socialistas, trotskistas y liberales, difícilmente se encontrará un personaje histórico que concite el odio de sectores políticos tan diversos, unidos todos ellos en identificar a Hitler y Stalin bajo la etiqueta del totalitarismo, absurdo concepto teórico que sirve para amalgamar el fascismo y el comunismo y condenar al unísono dos sistemas políticos, económicos y sociales absolutamente antagónicos.
Convertidos en jueces, la mayoría de historiadores académicos, acompañados de la historiografía militante trotskista, interpretan la política de Stalin como una sucesión de crímenes, abominables represiones y traiciones al movimiento obrero, repitiendo libro tras libro las mismas cantinelas forjadas en los años de la Guerra Fría, ajenos a las aportaciones de historiadores como Grover Furr, Ludo Martens o Víctor Zemskov y a la documentación de los archivos soviéticos, que rebajan drásticamente las cifras de la represión de 1936-1938 y desmienten las elucubraciones fantásticas sobre la hambruna de Ucrania. Escribiendo al dictado de la burguesía y plagiándose unos a otros, estos historiadores con anteojeras son la antítesis de lo que debe ser un científico social, cuya primera obligación es atenerse a los datos objetivos.
El estudio de cualquier período histórico nunca puede darse por cerrado; por el contrario, el análisis de nuevas fuentes documentales o el desarrollo de novedosos enfoques interpretativos cambia necesariamente nuestra visión del pasado, volviendo obsoletas o simplemente erróneas las interpretaciones sustentadas hasta ese momento. Un historiador que ignore los hechos objetivos para seguir manteniendo modelos que encajen con sus prejuicios ideológicos, deja de ser historiador para convertirse en un historietógrafo o, sencillamente, en un panfletista al estilo de Pío Moa o César Vidal.
Disponemos ya de un material lo suficientemente sólido que permite replantear la mayoría de juicios emitidos sobre Stalin e iniciar una nueva aproximación a su personalidad y a su acción política. La figura de Stalin no necesita hagiografías absurdas ni alabanzas desmesuradas. Se trata de algo tan sencillo como hacer historia de forma rigurosa y científica. Sin negar los errores, su política de planificación económica y colectivización agraria convirtió a la URSS en diez años en la segunda potencia industrial del mundo, erradicó el analfabetismo, y puso la base técnica y científica que permitió a la Unión Soviética vencer a la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial. La victoria sobre Hitler, con el inmenso sacrificio de 27 millones de ciudadanos soviéticos muertos en la contienda, salvó al género humano de la barbarie fascista. Eso es una realidad y, sin duda, muy brillante.
Los millones de trabajadores que admiraban a Stalin en los años treinta, ¿estaban completamente manipulados y padecían una profunda ignorancia? ¿Alguien con un poco de sentido común puede creer que todos los habitantes de la URSS vivían aterrorizados y trabajaban únicamente por temor a la policía política? ¿Los comunistas gobernaban exclusivamente por la fuerza? Estas patrañas urdidas en su momento por Robert Conquest, difundidas con el generoso apoyo económico de la CIA por fundaciones pretendidamente culturales y repetidas en nuestro país por cuentistas como César Vidal, Pío Moa y Ricardo de la Cierva, sin olvidar a catedráticos con pedigrí académico, como Antonio Elorza, no solo pretenden difamar la figura de Stalin. Detrás de la satanización de Stalin hay un objetivo más ambicioso: la criminalización del comunismo. La burguesía libra una incasable guerra ideológica cuyo objetivo es desarmar política e ideológicamente a la clase obrera y apartarla de las posiciones revolucionarias, sembrando la confusión y la desorientación entre los trabajadores. Elementos fundamentales de esa estrategia son la identificación entre fascismo y comunismo y la representación de Stalin como un dictador sangriento.
Hoy se emplea habitualmente el término estalinista como un insulto, pero conviene no olvidar que esos estalinistas hoy tan denostados se enfrentaron al fascismo en los años treinta, defendieron Madrid ante las tropas de Franco, lucharon en la resistencia contra la ocupación nazi, vencieron en Stalingrado y llegaron a Berlín en 1945. Lo que la burguesía no perdona a Stalin es haber elevado a la URSS al rango de potencia mundial y haber demostrado que el socialismo no es una utopía. Los comunistas nos sentimos orgullosos de esos hechos. No entendemos a aquellos que se pretenden comunistas y repudian a Stalin. El antiestalinismo es sencillamente una forma de anticomunismo, por más que se disfrace con ropajes “progres” y pretenda distinguir entre comunistas puros, pero ingenuamente idealistas, y el malvado Stalin. No es una casualidad que los abanderados del antiestalinismo hayan terminado en su inmensa mayoría en las filas de la derecha más rancia y reaccionaria. En el sexagésimo segundo aniversario de su muerte, nosotros asumimos la obra de Stalin y su legado como parte fundamental de la historia del comunismo y del movimiento obrero mundial, y defendemos públicamente su inmensa talla de estadista y revolucionario.