C. Hermida
Se cumplen 107 años de la Revolución Bolchevique, la primera revolución socialista de la historia. Cuando el partido bolchevique derrocó al gobierno de Kerenski el 7 de noviembre de 1917 (25 de octubre según el calendario de la iglesia ortodoxa rusa) y tomó el poder, se inició una nueva etapa en el devenir de la humanidad.
Era la primera vez que las masas dominadas y explotadas, los obreros y los campesinos, tenían en sus manos su propio destino y se disponían a construir un nuevo orden económico, social, político y cultural. Los ecos del Octubre ruso traspasaron las cordilleras, atravesaron los océanos y llegaron a todos los rincones del mundo. Fue una revolución que entusiasmó a los trabajadores y aterrorizó a la burguesía, el punto de partida que inició una nueva etapa en la historia del género humano.
Han transcurrido treinta y tres años desde la desintegración de la URSS y, desde esta distancia, hay lecciones sumamente importantes que se desprenden de la experiencia soviética.
En primer lugar, la Revolución de Octubre demostró que había una alternativa al capitalismo, que el socialismo era posible, que la humanidad no estaba condenada a la barbarie, la explotación y el sufrimiento provocados por el capital. Hasta ese momento el socialismo solo existía en los libros escritos por Marx y Engels, pero en Rusia la teoría se hizo praxis, se materializó en algo real y tangible para millones de personas. En Rusia, uno de los países más atrasados de Europa, con unos niveles de miseria y analfabetismo espantosos, se inició la construcción de una nueva sociedad. Sin negar los errores que se cometieron, inevitables porque no se contaba con precedente alguno, los resultados fueron asombrosos. Durante los años treinta del pasado siglo, a través de la planificación económica, la URSS se convirtió en una potencia industrial moderna, erradicó el analfabetismo y adquirió un extraordinario nivel científico y cultural. Fue una obra admirable ejecutada por los trabajadores bajo la dirección del Partido Comunista y de Stalin.
Hoy es frecuente escuchar en boca de los economistas neoliberales que la experiencia económica soviética fue un desastre y un fracaso, pero no son más que afirmaciones guiadas por el anticomunismo ciego. Mientras que el mundo capitalista se hundía en la crisis de 1929 y decenas de millones de hombres y mujeres perdían su trabajo, en la Unión Soviética se alcanzaba el pleno empleo y se construían miles de fábricas, centrales hidroeléctricas y Universidades. No era propaganda, sino una realidad que tuvo su demostración práctica cuando la Alemania nazi atacó a la URSS en junio de 1941. Fue el enorme potencial económico del sistema socialista el que derrotó al invasor nazi. De las fábricas levantadas en los primeros planes quinquenales salieron las armas que llevaron al ejército soviético hasta Berlín. Los economistas pueden seguir mintiendo, pero los hechos históricos son tozudos y la bandera roja con la hoz y el martillo ondeando en Berlín es la prueba incontrovertible de la fortaleza militar y económica del socialismo soviético.
La segunda gran lección de Octubre es la necesidad de un partido para dirigir la revolución. Ahora que está tan de moda el culto a los movimientos asamblearios, el fervor por lo espontáneo y el rechazo de los partidos políticos, hay que recordar a todos estos profetas y corifeos de la “nueva izquierda” y “posmodernos” que la organización y la dirección políticas son imprescindibles en cualquier proceso revolucionario. Sin el partido bolchevique, basado en el centralismo democrático y en la teoría marxista, no habría sido posible la revolución rusa. Fueron los bolcheviques los que en el complejo proceso político y social que transcurre entre febrero y octubre de 1917 trazaron la táctica correcta que llevó a la toma del Palacio de Invierno. La situación revolucionaria que había en Rusia se transformó en revolución triunfante gracias a la dirección política de los bolcheviques, que supieron conducir a las masas en la dirección correcta. A los que tanto se entusiasman con las formas de organización popular desde abajo, por la base, no estará de más recordarles que los soviets se convirtieron en una pieza fundamental de la revolución cuando los bolcheviques alcanzaron en ellos la mayoría.
En tercer lugar, Octubre nos enseña que las situaciones revolucionarias son las que ponen a cada uno en su sitio, tanto a partidos como a dirigentes. Es en esos momentos cuando las fuerzas políticas se definen verdaderamente y sale a la luz su verdadero carácter de clase. Los mencheviques y la mayoría de los socialistas revolucionarios demostraron en la práctica que tras su fraseología revolucionaria se escondía una posición hostil a la revolución socialista y favorable a la burguesía. No fue una casualidad que los bolcheviques tomaran el poder en Rusia. Era un partido proletario que, con Lenin a la cabeza, a lo largo de los años había combatido resueltamente las desviaciones ideológicas que afloraban en la dirección. Sin eses combate ideológico, que mantuvo al partido en una línea marxista, los bolcheviques hubieran fracasado en las tumultuosas aguas del año 1917.
La cuarta lección es la que nos enseña que sin una teoría revolucionaria no hay posibilidad de revolución. Y esa teoría existe, es el marxismo-leninismo, cuyos principios fundamentales siguen vigentes, no son una pieza de museo. Las aportaciones teóricas de Marx y Lenin son la herramienta que permite orientarnos en este mundo caracterizado por el ascenso del fascismo y la creciente rivalidad entre potencias imperialistas.
Entre tanta confusión ideológica, el auge del irracionalismo y la desorientación política, la revolución bolchevique sigue aportándonos unas enseñanzas imprescindibles para trazar el camino que nos conduzca al triunfo del socialismo.