Por Javier P. Galindo
Cuando se cumplen cien años del evento histórico que cambió el mundo y definió el siglo XX, la Revolución Socialista en el Imperio Ruso, vale la pena preguntarse algunas cosas y aclarar ciertos conceptos que el tiempo y, sobre todo, la propaganda han desdibujado, tergiversado o directamente deformado hasta el absurdo.
Uno de los recursos más utilizados por quienes desean buscar obstáculos innecesarios a la difusión de las ideas que produjeron el paso del feudalismo a la modernidad en gran parte del mundo, es argumentar que el sujeto revolucionario actual ya no es el mismo que el que el del siglo XIX o XX. “El proletariado, tal y como lo describían Marx y Engels, ya no existe. Ya no hay grandes fábricas con cientos de obreros explotados”, se suele decir como excusa para justificar el abandono de las ideas revolucionarias.
Dejando a un lado la ilusión de que las fábricas se han evaporado mágicamente, si queremos conocer si el sujeto revolucionario del que hablaban los clásicos ha cambiado en este siglo:
“Pero la burguesía no sólo ha forjado las armas que van a darle muerte; ha creado también a los hombres que van a manejarlas, los obreros modernos, los proletarios.
En la misma medida que se desarrolla la burguesía, esto es, el capital, se desarrolla el proletariado, la clase de los obreros modernos que viven tan sólo si encuentran trabajo, y que solamente lo encuentran si su trabajo aumenta el capital. Estos obreros, que tienen que venderse al por menor, son una mercancía como otro artículo de comercio cualquiera, expuesta igualmente, pues, a todas las vicisitudes de la concurrencia, a todas las oscilaciones del mercado” (del Manifiesto Comunista).
Así pues, en 1848 Marx y Engels definen el sujeto revolucionario como personas que “viven tan sólo si encuentran trabajo, y que solamente lo encuentran si su trabajo aumenta el capital” esta es la definición de proletariado. ¿Ha desaparecido el proletariado en el siglo XXI?
Pues bien, atendiendo a la literalidad de la definición, no sólo el proletariado no ha desaparecido sino que vive un momento de pleno auge como clase social, ya que la cantidad de personas que no tienen otra forma de vida que su trabajo no ha dejado de aumentar desde la explosión de la gran crisis económica de 2008, y el grado de crecimiento del capital (beneficios) producido por el trabajo de estas personas se ha disparado igualmente gracias a las medidas tomadas por la patronal (a través de su brazo armado, el gobierno) destinadas a ese objetivo (congelación o reducción de salarios, aumento de jornadas laborales sin aumento de sueldo, parcialización de turnos y reducción de costes de despido, etc.)
La idea de que los trabajos “de cuello blanco” o simplemente no físicos ya no forman parte del proletariado, y la asociación de esta palabra a imágenes en blanco y negro de sudorosos obreros con gorra de paño y mono, sucio responden a una imposición cultural nada inocente. Responde a una estrategia basada en lo que Marx y Engels definieron de la siguiente manera: “Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época; o, dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante” (La ideología alemana, 1846).
Es decir, la clase dominante, no productiva, parasitaria del trabajo ajeno, es capaz a través de su dominio cultural de difundir las ideas que facilitan el mantenimiento de su posición, y uno de los pilares fundamentales de esa posición es el desconcierto de una masa social que se siente perdida, vacía de referentes propios y que busca desesperadamente explicaciones a un mundo en el que no encaja, porque ha asumido conceptos tales como la vergüenza de la pobreza, la humillación del trabajo físico, y sobre todo la aspiración a convertirse a su vez en un mantenido del trabajo ajeno.
La asunción de una identidad ajena, de una cultura ajena, no anula la realidad de la lucha de clases basada en las condiciones materiales existentes que, tercamente, trata de volver a sus cauces naturales, tomando formas dispersas y poco productivas tales como la parcialización de la lucha social, que lleva a constituir frentes de activismo aislados e incluso contradictorios y competitivos entre sí, haciendo valer una vez más la máxima predilecta del capitalismo; Divide y vencerás.
Aunque el proletariado nunca dejó de existir realmente, su consciencia propia fue descendiendo a medida que las condiciones materiales de nuestra sociedad iban suavizando las brutales desigualdades que había sufrido en las décadas anteriores a los 90-2000, ayudados además por el éxito propagandístico de la leyenda del “derrumbe” del bloque del este. Sin embargo, cuando la gran crisis de 2008 nos devolvió a la realidad, el proletariado se encuentra en una situación de alienación tal, que es incapaz de reconocerse como tal y busca refugio en las más dispares etiquetas para enfocar su instinto de lucha social sin que la mayoría de estos esfuerzos tengan una repercusión real en la estructura económica de la que emana el descontento que sufren.
Sin una conciencia de sí y para sí mismo, el proletariado que vive y trabaja en nuestros días no puede aspirar a construir una sociedad a su servicio. En lugar de ello, aspira como máximo a ascender hasta el olimpo de los explotadores y hacerse un hueco junto a ellos para disfrutar de los privilegios del parasitismo social.
Sin esa consciencia, la titánica tarea cultural que los grandes pensadores de los siglos XIX y XX dedicaron a educar al proletariado para comprender el mundo se convierte en papel mojado, así como el esfuerzo de cientos de millones de personas para construir la utopía, crear de la nada un mundo a la medida de quienes lo mantienen en funcionamiento, queda reducido a algo semejante a los derroches faraónicos para levantar las pirámides. Con una salvedad, que el mundo de los faraones cambió hace muchos siglos, mientras que el mundo del que nos hablaban Marx y Engels, sigue hoy tan vivo como hace cien años, cuando el proletariado sabía cuál era su situación y quienes eran los responsables de su miseria. Sólo nos lo han coloreado.