Álvaro Heredia
Nuestra militancia, como jóvenes comunistas, debemos regirla por criterios revolucionarios, tanto en la teoría, como en la práctica, ya que solo a través de la última demostraremos la validez de la primera. Ahora bien, ¿qué sucede cuando nuestras “bellas palabras” y compromisos teóricos no se traducen en acciones y elementos prácticos? ¿Es decir, qué acontece cuando abortamos el proceso cualitativo entre una idea y su puesta en marcha?
Resulta verdaderamente interesante la relevancia que adquiere el lenguaje a la hora de analizar el fenómeno que ponen de relieve las preguntas anteriores. Lingüistas marxistas de la talla de Bajtín; autores revolucionarios, como Mayakosvki, y teóricos del lenguaje (Chikobava, Stalin) señalaron el papel de la lingüística no como elemento transformador de la sociedad, sino en calidad de espejo fidedigno de los cambios que se producen en la infraestructura y superestructura de una sociedad concreta. Así, el lenguaje no constituye per se un componente al servicio de una clase u otra, sino que se limita a reflejar las relaciones de producción del modelo productivo en que se desarrolla; buena prueba de ello aportan las intentonas posmodernas de introducir un lenguaje “inclusivo”.
Este, sin embargo, fracasa porque no transforma la realidad sexista de la sociedad, la cual sigue siendo capitalista y opresora para la clase trabajadora, especialmente para las mujeres de dicha clase. Debido a que un elemento no puede transformarse si no sustituimos la infraestructura y superestructura que lo engendran por otra antagónica, nuevamente, un precepto metafísico naufraga: a fin de cuentas, por mucho que nos gustaría que la realidad fuera distinta, las relaciones de producción que explican la opresión de clase y de género siguen intactas; así, el lenguaje “inclusivo” dista irrisoriamente de constituir una amenaza para ellas. Si recurrimos a la dialéctica del poder espiritual y el poder material: ante nosotros observamos un vaso lleno de gasolina; huele a combustible, posee un color distintivo y vimos cómo quien dejó el vaso sobre la mesa lo rellenó con la manguera de una gasolinera: materialmente, estamos en condiciones de afirmar que el contenido del recipiente es gasolina. Quizás, puesto que tenemos sed, nos gustaría que fuera agua; es más, aun a pesar de la textura, el olor y el origen del líquido presente en el vaso, podríamos convencernos ciegamente de que delante de nosotros hay agua (y no gasolina): espiritualmente, el vaso estaría lleno de agua. Empero, ¿transforman la realidad de alguna manera nuestra imaginación y predisposición? ¿Por mucho que lo deseemos la gasolina pasará a ser agua? No: para que esto sucediera, necesitaríamos verter el combustible, limpiar el vaso a conciencia, abrir el grifo y rellenarlo con agua. Entonces, efectivamente, habríamos transformado la realidad. Si hubiéramos grabado en vídeo todo el proceso de vertido, limpieza y relleno del vaso, entonces contaríamos con un testigo perfecto de dicha transformación. Ese es, y no otro, el papel del lenguaje.
Una vez dejamos claro que el lenguaje se limita a plasmar las relaciones de producción de una sociedad concreta, así como los cambios en su infraestructura y superestructura, volvamos a las preguntas que formulamos anteriormente: ¿qué sucede cuando nuestras “bellas palabras” y compromisos teóricos no se traducen en acciones y elementos prácticos? ¿Es decir, qué acontece cuando abortamos el proceso cualitativo entre una idea y su puesta en marcha?
El lenguaje, en su elocuencia máxima, da buena cuenta del liberalismo que implica dejar a medias una tarea de la organización o desentendernos de nuestras responsabilidades como militantes. En otras palabras, plasma irremediablemente las actitudes contrarrevolucionarias que manifestamos al aplicar deficientemente la teoría a la práctica. Así, observamos ocasionalmente expresiones como “no se ha hecho”, “no se envió” o “se comentó algo, pero al final no se hizo nada”. Camaradas, afirmo tajantemente que debemos eliminar semejante lenguaje exculpatorio con la mayor premura: las tareas no “se hacen”, los objetivos no “se cumplen”; hacemos las tareas y cumplimos los objetivos. En consecuencia, cuando no envío —como es mi responsabilidad en calidad de militante— el “Octubre” al grupo de WhatsApp de un frente de masas, debo sustituir el “no se envió”, por un sincero y disciplinado “no lo envié”. Y no puede quedarse en una declaración lingüística teórica de “culpa”, sino que la acompañaré de una rectificación práctica. La estructura impersonal “se” representa un ejercicio canónico de desvinculación del fenómeno al que hacemos referencia: este “se” impersonal nos permite alejarnos lingüísticamente de un elemento vergonzante o que sabemos mejorable. Tal estructura pasiva camufla de alguna manera el sujeto que realiza o no realiza la labor en cuestión; dicho de otra manera, al emplear el lenguaje impersonal, huimos de nuestra responsabilidad respecto a la acción a la que hacemos referencia. Camaradas, desterremos dicha construcción lingüística, puesto que así abandonaremos procedimientos reaccionarios e impropios de un militante. El lenguaje se limita a reflectar nuestra actitud teórica y su aplicación práctica, por lo que, si desaparece dicho lenguaje propio del liberalismo, habrá desaparecido la práctica del liberalismo.
Nuestra clase merece que su vanguardia expulse hábitos impropios de una organización de jóvenes comunistas; por ello, concienciémonos de que cualquier responsabilidad militante, por mínima que parezca, resultará titánica si la sumamos a todos los jóvenes revolucionarios de todos los pueblos y naciones del mundo. Camaradas, asumamos nuestras tareas (en muchos casos autoasignadas) y traduzcámoslas en práctica. De lo contrario, el lenguaje terminará delatándonos.