J. P. Galindo
Uno de los rasgos característicos del movimiento comunista desde sus orígenes, quizás el que más ha desconcertado a sus enemigos, es su capacidad de infiltración, de multiplicación y de ubicuidad. La habilidad de los comunistas de todas las épocas y lugares para movilizar a amplias masas trabajadoras pero también elementos de la pequeña burguesía e, incluso, en momentos determinados, atraerse la complicidad de algunos elementos puntuales de la alta burguesía, es lo que ha permitido sobrevivir, evolucionar y crecer políticamente a una de las ideologías más criminalizadas y perseguidas de toda la historia.
Para lograrlo, los comunistas hemos tenido que aprender a contactar, organizar y dirigir políticamente nuestro entorno natural (el centro de trabajo, el vecindario, el centro de estudios, los lugares de ocio, etc.), indirectamente, es decir, sin necesidad de formalizar la afiliación de nuestros compañeros, vecinos o amigos, sino guiando sus reivindicaciones, animando su organización, participando de sus manifestaciones espontáneas de lucha de clases para ir forjando una conciencia política revolucionaria que, una vez madurada, les permita asumir conscientemente las responsabilidades y sacrificios que la militancia comunista nos impone.
Sin embargo, la nefasta influencia revisionista, el gran descrédito que los socialdemócratas disfrazados de revolucionarios han vertido sobre los comunistas, ha logrado abrir un abismo entre las amplias masas trabajadoras y la minoría conscientemente revolucionaria que aún hoy, con todas las dificultades imaginables, se organiza políticamente para transformar el mundo.
Este abismo de desconfianza e incluso rechazo frontal que separa a los dirigentes de la revolución del sujeto revolucionario ha llegado a tal grado, que incluso muchos de quienes se presentan como verdaderos revolucionarios y comunistas abnegados han renunciado a la tarea de organizar a los trabajadores reales, de a pie, debido a la dificultad de superar ese abismo ideológico, refugiándose en cambio en organizaciones-tortuga, cerradas sobre sí mismas y aisladas del mundo exterior a ellas, pero convencidas de tener la fórmula magistral del éxito revolucionario.
Esta dañina desviación ideológica conduce directamente al sectarismo y el derechismo, pues desde su particular visión de la realidad la organización es infalible y, por tanto, no debe cambiar ni adaptarse a las circunstancias (momificándose y convirtiéndose en un fin en sí misma), sino protegerse de influencias externas que podrían debilitar la fortaleza ideológica de la que presuntamente goza. De esa falsa sensación de infalibilidad se deriva también la idea de que las masas «deben» acercarse a la organización y plegarse a su liderazgo en vez de ser los militantes quienes se acerquen y se fundan con las masas en pie de igualdad.
Las organizaciones que caen en este pantano ideológico dejan de comprender el mundo que supuestamente están decididas a transformar, puesto que han cerrado los ojos y los oídos a la realidad. Para unas, el proletariado ha dejado de ser el sujeto revolucionario y lo han sustituido por colectivos minoritarios, fácilmente controlables sin necesidad de profundizar políticamente. Para otras, lo prioritario es una concepción mercantilista de la organización-producto, donde los «likes» y los seguidores en redes sociales se convierten en el medidor del éxito político; hay otras que se convierten en verdaderas sectas donde la militancia se recuece en sesudos análisis y debates eternos, siempre en preparación de un futuro despliegue revolucionario que nunca llega, y no son pocas las que se consagran a la movilización por la movilización misma, atendiendo a mil y una convocatorias hasta convertir la militancia en una forma más de activismo permanente… Las variaciones de esta desviación ideológica son casi infinitas.
Es un funesto signo de los tiempos el que los comunistas verdaderamente dispuestos a fundirnos con las amplias masas, a «ensuciarnos» con el trabajo a pie de obra entre un proletariado corrompido por la burguesía hasta hacerlo prácticamente impermeable a la agitación de clase, seamos una minoría dentro de la constelación de organizaciones presuntamente comunistas y revolucionarias. Pero nunca podemos olvidar las palabras del Camarada Stalin en su obra «Fundamentos del leninismo» cuando, hablando del papel del Partido y su relación con las amplias masas dice:
«Pero el Partido no puede ser tan sólo un destacamento de vanguardia, sino que tiene que ser, al mismo tiempo, un destacamento de la clase, una parte de la clase, íntimamente vinculada a ésta con todas las raíces de su existencia. La diferencia entre el destacamento de vanguardia y el resto de la masa de la clase obrera, entre los afiliados al Partido y los sin-partido, no puede desaparecer mientras no desaparezcan las clases, mientras el proletariado vea engrosar sus filas con elementos procedentes de otras clases, mientras la clase obrera, en su conjunto, no pueda elevarse hasta el nivel del destacamento de vanguardia. Pero el Partido dejaría de ser el Partido si esta diferencia se convirtiera en divorcio, si el Partido se encerrara en sí mismo y se apartase de las masas sin-partido. El Partido no puede dirigir a la clase si no está ligado a las masas sin-partido, si no hay vínculos entre el Partido y las masas sin-partido, si estas masas no aceptan su dirección, si el Partido no goza de crédito moral y político entre las masas.» (subrayado por nosotros)
No se puede dar una lección más contundente a todos aquellos que se dedican a aislar sus organizaciones de las masas por considerarlas atrasadas, contaminadas de reformismo o simplemente equivocadas en sus posiciones, mientras se felicitan por sus uniformidad ideológica y su política inmaculada. Nuestra tarea pasa inevitablemente por abordar a las masas allí donde están, especialmente a las masas sin partido y las masas anti partido, abordando sus contradicciones y guiando sus pasos hacia posturas cada vez más revolucionarias, pero sin prometer soluciones (mucho menos soluciones rápidas), por nuestra parte, apelando incluso a futuros ideales (como quien apela a «la República» o «el socialismo» como respuesta a todo) donde esos problemas se resolverán de alguna forma.
El famoso fantasma del comunismo, inaprensible, ubicuo e imparable, es la única garantía de supervivencia, desarrollo y éxito de la Revolución. Pero para resucitar ese fantasma es necesario un trabajo lento, ingrato y sacrificado de unidad con las masas; sin imposiciones, con ejemplo práctico, generosidad y honestidad absolutas para tender los necesarios puentes de comunicación entre la vanguardia del proletariado y el proletariado mismo. No hay atajos cuando la tarea es transformar el mundo.