J.P.Galindo
El pasado 19 de junio fue un día complicado para los apologetas de las bondades del Régimen del 78. Por un lado, tenían la obligación de sacar pecho de la «modélica transición» que −según la mitología política oficial− nos regaló graciosamente su majestad Juan Carlos I, como parte de la campaña de exaltación monárquica por motivo del décimo aniversario de la toma de posesión de Felipe VI como jefe de Estado por la gracia de dios.
Sin embargo, por el otro lado, los mismos opinadores a granel tenían que fruncir el ceño hablando de la agresión perpetrada por el presidente de la mesa del Parlamento Balear, Gabriel de Senne (la cantidad de apellidos extranjeros entre los jerarcas de la ultraderecha es llamativa), de VOX, contra dos compañeras de la mesa, del PSOE, que habían colocado fotografías de víctimas del fascismo en la tapa de sus ordenadores portátiles como gesto de protesta durante el debate sobre la derogación de la Ley de Memoria Democrática.
Las tertulias de radio y televisión, las columnas de opinión de la prensa escrita y los diversos medios de la jungla digital tuvieron que hacer hueco, entre alabanzas y homenajes monárquicos, a una indignación impostada al hacerse la pregunta que sacan del cajón cada vez que el fascismo asoma la patita por debajo de la puerta: ¿Cómo ha podido pasar?
Nada más hipócrita y tramposo que semejante pregunta en boca de los creadores de opinión de este país. Son los mismos que llevan décadas no solo mirando hacia otro lado ante las responsabilidades criminales de todo un entramado institucional −el franquista− que ejerció el terror más absoluto durante cuarenta años, sino que se han entregado en cuerpo y alma a presentar a verdaderos responsables del franquismo como demócratas ejemplares, dignos de reivindicación, respeto e incluso aplauso general, con ejemplos tan escandalosos como los del ministro franquista, «don» Manuel Fraga, el falangista Adolfo Suarez… o el propio Juan Carlos I, nombrado sucesor del dictador a título de rey (por la gracia de dios y de Franco), desde 1969, jefe «intermitente» del Estado fascista desde 1974, y de pleno derecho entre 1975 hasta 1978, cuando se da por cerrada la dictadura con la proclamación de la Constitución.
Cuando se le ven las costuras fascistas a nuestra «ejemplar» democracia, siempre hay algún tertuliano bienintencionado que se acuerda de que estas cosas no pasan en Europa porque allí (habría mucho que discutir sobre ello), hasta la derecha es antifascista. Aquí eso es imposible por la sencilla razón de que en España no existía ninguna derecha nacional (otra cosa serían las derechas autonómicas y nacionalistas, siempre flexibles para poner una vela a dios y otra al diablo), que no estuviera encuadrada dentro del «Movimiento Nacional»; una estructura bajo la que cabían todos los hijos del fascismo (exceptuando los más obtusos, aislados en su búnker nostálgico donde seguían llorando la derrota nazi del 45), y desde la que negociaron los términos de la reforma del franquismo que conocemos como «La transición» con las fuerzas «progresistas» del exilio (un PSOE reformado al completo para borrar todo recuerdo de los años 30, y un P«C»E perfectamente castrado y amaestrado por Carrillo e Ibárruri para abrazar a los asesinos de comunistas). El régimen resultante de semejante contubernio no podía tener, lógicamente, ninguna pretensión de ruptura, como reclamaban las masas populares y defendían apenas un puñado de comunistas consecuentes, encabezados por el PCE (marxista-leninista).
La monarquía fue la clave de bóveda de toda la nueva estructura. Era vital para los sucesores del fascismo que España siguiera siendo tan monárquica como Franco había decidido, a pesar del rechazo popular que ya entonces existía. Era un punto innegociable. En su libro «Una etapa constituyente», el ministro falangista José Luis de Arrese consigna a la perfección cómo se vivió aquel proceso desde el lado fascista. En el capítulo dedicado a las negociaciones internas para la Ley de Sucesión −la que finalmente designó a Juan Carlos como sucesor de Franco a título de rey, en 1969−, se recoge: «No se trataba de seguir ignorando la Ley de Sucesión hasta que nos la encontráramos planteada en el momento difícil de la muerte del caudillo, sino de tomar inmediatamente uno de los dos únicos caminos que se nos ofrecían: el de estructurar una monarquía a nuestra medida o el de declararnos insolidarios con la Ley de Sucesión, inclinándonos abiertamente por un régimen presidencialista. […] Esta es la situación de haber declarado en reino a una nación sin sentimientos monárquicos y sin cariño a la institución y a la dinastía.»
Ese rechazo popular hacia la monarquía borbónica no había menguado en 1975, como el mismo Adolfo Suárez reconoció muchos años después frente a una cámara de televisión que él creía apagada: «Hacíamos encuestas y perdíamos», dijo como explicación a que la monarquía fuera incluida en el paquete único del referéndum constitucional.
Hoy, cuarenta años después de la implantación del Régimen del 78, cuando la democracia liberal-burguesa sufre el desgaste y el agotamiento de un capitalismo agónico, las masas populares buscan salidas hacia la ruptura. El problema es que esa ruptura solo aparece ante sus ojos desde las derechas. Las izquierdas institucionales se han convertido en las defensoras de un Régimen decadente en el que el proletariado ya no encuentra nada atractivo o simplemente útil. Las izquierdas alternativas y rupturistas sobreviven a duras penas tras cuarenta años bajo el fuego de enemigos y «aliados», dentro y fuera de las instituciones.
Buen ejemplo de ello es el movimiento republicano: atacado y reprimido durante décadas por el revisionista P«C»E, y el socioliberal PSOE, hoy se convierte en el último refugio de unos partidos populistas que han perdido el contacto con las masas. Los unos aspiran a encabezar el movimiento republicano como salvavidas electoral, y los otros aspiran a presentarse como «aliados» ocultando su verdadera intención de velar porque la ruptura republicana no termine de cuajar. No es casualidad que la fotografía que mostraba la diputada socialista balear era la de Aurora Picornell, militante comunista del PCE de José Díaz, y no una represaliada de su propio partido.
Quienes llevamos más de 60 años diciéndolo no nos vamos a cansar ahora: sin ruptura, sin república, no habrá democracia. Cabe añadir que sin rendición de cuentas de responsables y colaboradores tampoco. El fascismo salió intacto de la dictadura y se integró plenamente en nuestra «ejemplar» democracia, mientras que las izquierdas salieron transfiguradas en defensoras de un Régimen monárquico, capitalista y neoliberal, a pesar de que partían con la mayoría del apoyo popular. Ya es hora de pasar del dicho al hecho y llevar la ruptura también al campo popular, sin complejos ni tutelas de quienes ya han demostrado todo lo que saben (o pueden) hacer.