J.P.Galindo
De entre todas las conquistas de la clase obrera durante el siglo XX, la del servicio público sanitario y universal fue, probablemente la mayor, dentro de los estrechos márgenes del régimen capitalista, al obligar a la oligarquía a destinar cientos de millones al año a investigar, proteger y curar las enfermedades de las clases populares en lugar de mantenerlas en un estado de precaria supervivencia a merced de la caridad.
Evidentemente, la burguesía actuó también por interés propio: Sin una abundante población sana que produzca y consuma mercancías, no hay posibilidad de convertir las inversiones en ganancias ni, llegado el caso, de ampliar el mercado exterior mediante la guerra. Además, la influencia que las revoluciones comunistas podían ejercer sobre un proletariado explotado económicamente y socialmente abandonado a su suerte, representaba una seria amenaza para la dictadura capitalista. Desde esa perspectiva, la sanidad pública pasó a ser un “gasto” rentable en comparación con las fabulosas ganancias que una abundante población de productores-consumidores sanos y medianamente satisfechos arroja puntualmente.
Pero en el siglo XXI las cosas han cambiado; además de haber desaparecido el ejemplo revolucionario (que de todas formas había perdido buena parte de su influencia tras su corrupción revisionista), la incorporación de la mujer al mercado laboral de forma masiva, y el aumento exponencial de la productividad del trabajo han permitido a la burguesía replantear sus posiciones respecto a los servicios públicos en general, y a la sanidad pública en particular.
Mientras los servicios públicos asistenciales (la sanidad, la educación y los cuidados de niños, ancianos y dependientes), se entendía como una extensión pública de las tareas privadas que las mujeres de la familia tenían la obligación de prestar a sus familiares (no solo por motivos morales según lo dispuesto por la doctrina cristiana, sino también como aportación a la economía familiar por parte de quienes tenían legalmente vetado el acceso al mercado laboral), la dictadura burguesa no tenía demasiado inconveniente en sufragar unos servicios públicos reservados para los casos más graves. Pero a medida que las mujeres dedican más tiempo a su formación académica y se incorporan al mercado laboral de forma estable, los servicios asistenciales que se venían realizando gratuitamente en el ámbito doméstico, quedan sin cubrir.
Ante esta grave situación, las clases populares tienen una sencilla solución: la subida de los gastos sociales (más y mejores servicios sanitarios, educativos, asistenciales, etc.) quedaría cubierta con el aumento de la productividad del trabajo por el desarrollo tecnológico avanzado, y de la mano de obra disponible tras la incorporación de la mujer al mercado de trabajo. Sin embargo, el régimen capitalista no permite a las clases trabajadoras decidir cómo se invierte el beneficio producido por su propio trabajo, y la burguesía (la clase social que acapara para sí el producto del trabajo de las clases productoras, y controla los resortes del Estado) percibe el aumento del gasto público como una disminución de sus beneficios económicos.
La solución de la burguesía al problema ya la conocemos: mercantilizar la inversión pública privatizando los servicios asistenciales para convertirlos en un producto de mercado y obtener plusvalía de la explotación mercantil de lo que antes solo eran inversiones a fondo perdido. Este proceso, iniciado masivamente desde finales de la década de los 70 del siglo XX, de la mano del giro neoliberal del capitalismo, se ha ido aplicando a distintas velocidades en distintos sectores a lo largo de los últimos 30 años: mientras en la sanidad es relativamente reciente, en otros, como en el cuidado de la tercera edad, está prácticamente completado.
Este proceso de expansión del capital es el reajuste de la tasa de ganancia de la burguesía, que se había visto amenazada con la pérdida de una ingente cantidad de trabajo (doméstico) no remunerado, imprescindible para mantener en funcionamiento la compleja maquinaria social capitalista. Estamos, pues, ante un ejemplo más de la eterna lucha de clases donde cada paso adelantado por un extremo está forzosamente reflejado en un retroceso proporcional de su extremo contrario: cada avance de la burguesía en su pulso por evitar la inversión pública es un paso atrás de las clases populares en su lucha colectiva por mejorarla. En términos económicos el siglo XXI ha incorporado a la mitad de la población trabajadora históricamente excluida (la mujer) al mercado de trabajo, lo que significa doblar la oferta de mano de obra, permitiendo reducir los salarios (donde antes sólo había un sueldo para alimentar a la familia, ahora esos gastos pueden repartirse entre los sueldos de ambos cónyuges), al mismo tiempo que la productividad de los empleos (fundamentalmente servicios en el mundo desarrollado), se ha disparado. El resultado de esto es una burguesía con ingresos descomunales y gastos hiperreducidos y viceversa: una clase trabajadora con salarios individuales de hambre y unos gastos cada vez mayores a causa del alza de los precios.
Comprender la naturaleza económica de este proceso, saber encontrar sus raíces profundas en la lucha de clases, es lo que nos permite dirigir los golpes más certeros y eficaces para revertirlo. Entender que no depende de la maldad o bondad natural de tal o cual partido político, sino que se trata de un mecanismo intrínseco del modo de producción capitalista, que no puede funcionar de otra manera sin tambalearse, nos permite abandonar toda ilusión o influencia reformista en nuestras tareas políticas. El movimiento popular en defensa de los servicios públicos no es un campo abonado para la socialdemocracia reformista (de cualesquiera otros partidos socialdemócratas de viejo y nuevo cuño), por mucho que las redes clientelares y la corrupción de los movimientos sociales así lo reflejen en la mayoría de los casos, sino un campo de batalla más de la gran lucha de clases entre el proletariado y la burguesía, en el que los disfraces del reformismo y del revisionismo deben ser arrancados ante los ojos de las clases populares para mostrarlos como lo que verdaderamente son: los agentes de las clases explotadoras infiltrados entre las filas de los explotados.
La defensa de los servicios públicos es un frente más de la lucha de clases, pero no es un frente cualquiera; en él se decide el futuro de nuestra clase en un sentido literal. Nos jugamos la posibilidad de quedar reducidos a una simple “raza trabajadora” menguada y enfermiza, o bien encabezar el movimiento emancipador que termine por barrer con la dictadura burguesa. El destino está en nuestras manos.