Agustín Bagauda
Una de las conclusiones de las dos entregas anteriores es que la burguesía europea, sus gobiernos e instituciones, con una mano (política imperialista) echan de su tierra, de sus países, a millones de personas y los convierten en migrantes, y con la otra (política migratoria) intentan impedirles el acceso a sus sociedades.
Y en ese camino hacen jirones los sacrosantos DD.HH. Ponen en evidencia lo que es la Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuya existencia se reduce a la tinta y el papel (que lo aguanta todo) con la que y sobre el que está escrita. ¡¿Dónde, por ejemplo, queda el que “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad…” (Art. 3); el que “Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio,…” (Art. 13.2); dónde el que “Nadie podrá ser arbitrariamente detenido, preso ni desterrado” (Art. 9) y que “Nadie estará sometido a esclavitud ni a servidumbre…” (Art. 4)?! Derechos humanos y capitalismo imperialista son incompatibles.
Mas, a pesar de esa política migratoria, no se pueden poner puertas al campo y son millones los que llegan a sus destinos. En el caso de España en 2022 fueron algo más de 1.250.000, de modo que en ese año “El saldo migratorio de España con el exterior fue positivo en 727.005 personas” (INE). Conviene recordar aquí que desde la crisis de 2008 emigraron cerca de un millón de españoles, la inmensa mayoría mano de obra joven cualificada, lo que “ha duplicado el volumen de las colonias españolas en el exterior” (CC.OO.)
Después de todas las penurias del camino, de la frontera, de los obstáculos sin fin, cuando arriban se encuentran que son ciudadanos (los que lo sean desde el punto de vista de la legalidad burguesa) de segunda o tercera categoría. Auténticos parias, sujetos vulnerables, sometidos a explotación laboral y opresión política y policiaca, muchos, víctimas de la extrema derecha.
La burguesía, con su Estado y agentes políticos, utilizan a la inmigración con varios objetivos: surtir al mercado laboral de mano de obra barata, especialmente, en determinados sectores como la agricultura y los cuidados, al tiempo que disciplinan al conjunto de los asalariados; debilitar a la clase obrera dividiéndola (oponiendo a trabajadores autóctonos con extranjeros); hacer de ellos los paganos, cabezas de turco, chivos expiatorios de las crisis económicas del capitalismo y de los problemas que éste crea por doquier (falta de trabajo, deterioro de la sanidad, de la educación, escasas ayudas sociales, criminalidad e inseguridad social,…). Podríamos añadir un cuarto objetivo: alimentar a la extrema derecha y su demagogia, bala que les conviene tener en la recámara para cuando la ocasión lo requiera.
La política migratoria de España, con independencia del gobierno de turno, se ha amoldado a la de la UE y, actualmente, también está siendo permeable al discurso europeo de la extrema derecha. Desde la base de la Ley de Extranjería, de su apuesta por la “externalización de las fronteras” y los criminales acuerdos con Marruecos, y con el fondo del aumento de las migraciones, hace escasas semanas el señor Sánchez defendía, por primera vez, que “es imprescindible el retorno de quienes han llegado a España irregularmente” (al tiempo peroraba cínicamente: “Los españoles somos hijos de la inmigración, no vamos a ser padres de la xenofobia”).
El discurso y la acción del régimen monárquico y toda la caterva de acólitos mediáticos no va dirigida contra los jeques árabes de Porto Banús, ni contra los oligarcas rusos (no pocos mafiosos) que tienen mansiones de lujo en nuestra costa mediterránea, ni contra los inversores inmobiliarios chinos, no, sino contra los trabajadores inmigrantes. Alfombra roja para aquellos; bota en el cuello para estos. Pensemos en su estigmatización y marginación, en la persecución y represión policial que sufren; en los CIE, auténticas cárceles donde el maltrato es frecuente; o en la criminalización de los menores extranjeros no acompañados (MENA), en cuyos centros de acogida la atención es indigna, a veces humillante, y no exenta de abusos.
En el plano laboral, los trabajadores inmigrantes son los que tienen mayores tasas de paro, ocupan los empleos de peor calidad, con peores condiciones laborales y peor pagados: “el salario medio de una persona española, 24.117 euros, es superior al de las personas procedentes de países de la Unión Europa, 19.975 euros (un 17% inferior) y más aún en el caso de las personas de origen africano o de países americanos, que es entre un 37% y un 39% inferior” (CCOO, “La inmigración no quita el trabajo a la población española”, 20/12/19). Además, dada su vulnerabilidad, debido a su situación “ilegal” (sin papeles), extremas necesidades vitales y desconocimiento de sus más elementales derechos laborales, se aprovechan de ellos, en muchos casos, empresarios sin escrúpulos que se ahorran el pago de las cotizaciones sociales y les explotan salvajemente, viviendo en condiciones de semiesclavitud, cosa que abunda en la agricultura. Esto decía Philip Alston, Relator de la ONU para la pobreza (nada sospechoso, pues, de izquierdista), en febrero 2020: “Me he encontrado con dos grupos diferentes [trabajadoras inmigrantes], uno [en situación] ‘legal’ y otro ‘no legal’. Estas últimas están sujetas a una completa explotación: largas horas, bajos salarios y sin beneficios de ningún tipo. Pero incluso para las que son legales, porque están exentas de la mayoría de las leyes laborales, las condiciones son horribles”.
La apuesta estrella del gobierno de coalición, en coherencia con lo dicho arriba, es la “migración circular”. Un proyecto pensado para los temporeros, especialmente las trabajadoras inmigrantes en el campo español. Se trata de una migración legal de temporada, que provee de mano de obra a determinados sectores productivos al tiempo que evita que aquéllas se asienten permanentemente, uno de los objetivos de la UE y España. Se realizan mediante contratos en origen que generan permisos de residencia y trabajo temporales, vinculados a una zona geográfica, a una actividad y a un empleador concretos.
A cambio de trabajar legalmente en el país, las temporeras ceden parte de sus derechos, asociados a un mercado laboral donde la mano de obra es libre. No tienen poder para negociar sus condiciones laborales, ni libertad para desplazarse en el mercado laboral o para elegir empleador. Son trabajadoras de status cautivo. Quedan sujetas a la tierra, a un determinado patrón. Son los nuevos siervos de la gleba.
No obstante, en relación con la inmigración, debemos poner sobre la mesa dos realidades. Una, que aquellos bajos salarios, su mala remuneración, presionan a la baja la masa salarial (añadido al gran “ejército de reserva” en nuestro país) de la clase obrera. La mano de obra barata, abarata la mano de obra. Dos, que en el marco del capitalismo y en un contexto de escasa oferta de puestos de trabajo, estos son objeto de competencia entre todos los trabajadores, y no solo entre los autóctonos y los foráneos, también entre los mismos trabajadores inmigrantes.
Precisamente, en un ambiente propicio por las buenas dosis de xenofobia y racismo de la política de estado, esta realidad la deforman y utilizan demagógicamente la derecha y el fascismo para medrar y enfrentar a los trabajadores autóctonos con los extranjeros. Mas nada dicen de que es consecuencia de otra más profunda y, por ende, menos visible: el actual sistema económico y su aplastante dinámica; nada de la política consciente de la patronal de explotación de la clase obrera en su conjunto y de la superexplotación de determinados sectores como éste, de reducción de los costes de producción para ampliar su margen de beneficios; nada de las condiciones de esclavitud asalariada (y jurídica) que muchos de ellos sufren. No sitúan que aquí la cuestión no es aceptar y pelearse por los escasos empleos, sino que haya suficientes para todos. Que exista desempleo no significa que no haya trabajo, que lo hay y mucho por hacer en todos los campos de la sociedad.
La clave de bóveda está en la creación de empleo, y empleo en cantidad y calidad, pero ello exige un cambio del modelo productivo, el desarrollo del tejido industrial y de los sectores con mayor valor añadido, que se pongan los sectores claves de la economía en manos del estado, y con ese fin, y se desarrollen los servicios y el empleo públicos; dar pasos para arrinconar al capital y avanzar hacia el socialismo. Sobre todo esto, callan. Unos y otros.
Combatir a la burguesía es hacerlo también en la cuestión de la inmigración, combatir sus objetivos expuestos arriba. Ello, entre otras cosas, obligaría a derogar la Ley de Extranjería, sobre la base de regular la situación y otorgar papeles a toda persona que quiera trabajar; rechazar el proyecto de “Migración circular” que atenta contra los más elementales derechos laborales y los derechos humanos; romper los acuerdos bilaterales, especialmente con Marruecos; desarrollar convenios colectivos del campo sometidos a estrecha vigilancia por la inspección de trabajo; regular la relación contractual de las empleadas del hogar de modo que tal regulación se base en un salario digno, un trabajo estable, con prestaciones por desempleo, incapacidad o enfermedad y en el respeto a las 40 horas; dotar de vivienda o habitabilidad digna, por parte de los empresarios del campo, a los jornaleros que se desplazan; cerrar los CIEs.
¡Ningún trabajador es ilegal!
¡Española o extranjera, la misma clase obrera!