S. Baranga
Lo sentenció, hace doscientos años largos, Maximilien Robespierre: «Nadie quiere a los misioneros armados». Lo pudo comprobar amargamente Napoleón, y unas pocas décadas después lo experimentarían también los ingleses en Afganistán: «Las tropas anglo-indias estaban obligadas a combatir sin cesar –relataba Engels- McNaghten declaró que esto era la situación normal de la sociedad afgana y escribió a Inglaterra que todo estaba controlado […] Así se acabó la tentativa de los ingleses de instalar un príncipe fabricado por ellos en Afganistán».
A medida que se representaba el último acto de la ocupación de Afganistán por las tropas norteamericanas y sus aliados, se extendió por algunos medios la visión («narrativa», según la verborrea actual) de un pueblo indómito y un país inexpugnable para los invasores de todas las épocas. Lamentablemente para ellos, las causas reales son bastante más prosaicas que esta idea “romántica” que constituye, en realidad, una actualización de las imágenes deformadas por el orientalismo y de la visión del ocupado como irreductible bárbaro que no entiende otro lenguaje que el látigo. No en vano, han sido numerosas las voces que en los centros y medios del imperialismo se han lanzado a denostar el fin de la presencia occidental en Afganistán, entre otras razones, ¡cómo no!, por la necesidad de defender la «democracia» y los derechos de las mujeres afganas.
En realidad, las causas profundas de la debacle norteamericana tienen más que ver con las condiciones estructurales en las que se ha desarrollado Afganistán durante al menos el último medio siglo, sin olvidar, evidentemente, el papel de las tradiciones, del oscurantismo religioso y la situación geoestratégica del país, durante y después de la “guerra fría”.
En este entramado, resulta particularmente importante la contradicción entre campo y ciudad. Históricamente, desde las reformas del rey Amanullah en los años veinte, el soporte a las medidas modernizadoras ha provenido de las áreas urbanas, mientras que los mulás han sido capaces de promover y dirigir la resistencia en el campo. Algo similar sucedió en la década de los setenta y en los ochenta, cuando las medidas de reforma agraria intentadas por parte del Partido Democrático Popular (PDP) no lograron desestabilizar las bases de la dominación ejercida por los terratenientes y el clérigo islámico, muy arraigado en los sectores populares del campo. Y así ha sido también en estos veinte años de protectorado estadounidense. Por otro lado, el atraso económico secular y la dependencia del exterior (primero del Imperio británico, y tras la Segunda guerra mundial, de los Estados Unidos y la URSS) impidieron un crecimiento económico que desarrollara la clase obrera, por lo que las ideas de progreso fueron abanderadas, sobre todo, por las capas ilustradas que se formaron en las ciudades gracias a la expansión de la educación, financiada con esa ayuda internacional.
Así pues, secularmente ha habido una base material y cultural para la escisión entre estas dos realidades afganas. A ella se ha sumado el factor nacional. Aunque los señores “feudales” tradicionales mantenían a la población rural en unas condiciones de sumisión y violencia espantosas, los sucesivos dominadores imperialistas, tanto antes como después de la guerra civil de los ochenta, ejercieron su poder a través de “señores de la guerra” y notables locales a sueldo que, lejos de llevar cualquier viso de “civilización” o “democracia” a las aldeas, las sometieron a un yugo adicional de corrupción y pobreza, y además sostenido por extranjeros. En ese contexto, que el clero musulmán abanderara la lucha «contra el extranjero» no podía sino legitimarlo y fortalecer su influencia.
La llegada del PDP al poder en 1978 con el respaldo de la Unión Soviética no cambiaría esta percepción. Ciertamente, no era solo responsabilidad suya: bien sabemos en España que los sectores más reaccionarios tienden a estigmatizar como «extranjera» cualquier idea que contribuya a erosionar sus privilegios inmemoriales. Pero en esta ocasión no solo los mulás, sino también buena parte de las clases urbanas, se opusieron a los nuevos “misioneros armados”. No olvidemos que los tanques soviéticos no llegaron para construir el socialismo, sino ante todo por el temor de que el entonces presidente Hafizullali Amin (también del PDP) se echara en brazos de los Estados Unidos.
Evidentemente, si los presidentes sostenidos por la URSS en los ochenta (primero Babrak Karmal y finalmente Mohamed Najibullah) no tuvieron éxito en sus medidas integradoras de los sectores ajenos a los muyahidines, pese a las importantes concesiones realizadas, esto tuvo mucho que ver con el apoyo sostenido que los EEUU y Pakistán prestaron a los talibanes durante toda la década y que, en el contexto de crisis política y económica de la URSS, les permitió no tener que ceder. No hace falta recordar que de aquí salieron Al-Qaeda y el terrible régimen talibán, que en 2001 serían utilizados por el Pentágono como pretexto de una invasión que, lejos de defender la democracia y los derechos de las mujeres afganas, lo que pretendía era reafirmar la hegemonía global yanqui.
La ocupación por las tropas norteamericanas y sus aliados (incluida España) no alteró, en lo sustancial, el modelo que ha caracterizado la mayor parte del siglo XX afgano. El derroche de recursos bombeados por las potencias e instituciones del imperialismo no ha modificado más que superficialmente la vida del país, y nada en las zonas rurales, que además han sufrido los bombardeos y ataques contra la población civil, así como la corrupción imperante y la impunidad de los cabecillas locales. Frente a esto, los talibanes, que han aumentado su capacidad de integración interétnica, han podido presentarse como los adalides de la estabilidad interna y de la unidad nacional frente a la ocupación extranjera. Por mucho que los Estados Unidos predicaran la «construcción nacional», los únicos que estaban en condiciones de reivindicarla eran precisamente sus enemigos.
Como en otras viejas experiencias imperiales, la constante inyección de dólares no ha servido más que para sostener la propia ocupación y la importación de los alimentos y bienes básicos, además de, por supuesto, la boyante exportación de opio, hoy por hoy principal recurso del país. Incluso en el caso del desarrollo educativo, ha habido más humo y recursos volatilizados que avances reales. Evidentemente, con esos mimbres, el final de la ocupación ha derivado en el total colapso económico, al cesar la ayuda internacional y quedar bloqueadas las reservas afganas en el extranjero. Quizá por eso, los talibanes se muestran hoy más dispuestos a la diplomacia que en los noventa, si bien les hará falta algo más para convencer a Rusia y China de que los miles de yihadistas del ISIS que han estado refugiándose en el país no van a suponer un peligro para sus vecinos.
En definitiva, lo sucedido en Afganistán no tiene nada que ver con el “relato” dominante de un país indómito y bárbaro, y mucho con el peso de una historia de ocupaciones basadas en los intereses geoestratégicos de las potencias, que no han dudado en someter y humillar a la población del país, dejando tras de sí nada más que la devastación económica, política y social. Toda una lección para los pueblos del mundo sobre la necesidad de oponerse, a toda costa, a cualquier nueva aventura imperialista y a su inevitable reguero de violencia, destrucción y sufrimiento.