Este día, después de seis meses de furiosos e ininterrumpidos combates, rendían las armas los restos de los 330.000 hombres del ejército hitleriano de Stalingrado, cercado en noviembre de 1942 en el frente de la inmortal ciudad. En Stalingrado se hundió el loco delirio de los imperialistas alemanes que aspiraban a imponer al mundo el yugo de su cruel dominación. En Stalingrado se hundió también la vana esperanza de los imperialistas angloamericanos, que retrasaban conscientemente la apertura del segundo frente de guerra en Europa en espera de que el Ejército Soviético se desangrara, para con el mínimo esfuerzo decidir la guerra e imponer su «paz», paz imperialista a los pueblos, y entre ellos al soviético, que forjaba con su sangre la victoria.
El eco victorioso de la gran batalla inflamó a los pueblos sojuzgados de Europa, que se lanzaron a la lucha con redoblado entusiasmo, y la humanidad, con los triunfos de las armas soviéticas, veía disiparse la terrible amenaza de la esclavitud fascista que la amenazaba. Stalingrado marcó el viraje decisivo en el curso de la guerra. La batalla de Stalingrado fue una de las más sangrientas de toda la guerra. Baste decir que, después de la capitulación, de entre los escombros y ruinas de sus casas fueron retirados 147.200 cadáveres de soldados y oficiales alemanes y 46.700 de los heroicos defensores soviéticos de la ciudad.
El escritor Costantin Simonov, en su libro Días y noches, describe así uno de los mil combates de la inmortal epopeya:
«...Desde las ocho de la mañana, cuando hubo amanecido y comenzó el primer ataque alemán, hasta las siete de la tarde, cuando ya oscurecido terminó todo, pasaron once horas agotadoras, en las cuales apenas si hubo cinco minutos de relativa tranquilidad.
Cuando hicieron retroceder a la división en este sector hasta la misma orilla, durante la última semana, Protssenko hizo todo lo posible para fortificarse allí de un modo concienzudo. Todo el terreno estaba surcado de trincheras y zanjas de comunicación. Bajo los restos de los cimientos fueron cavados numerosos refugios y cuevas. Por delante se extendía un barranco no muy ancho, pero bastante profundo, a través del cual tenían que pasar forzosamente los alemanes para llegar a nuestras posiciones.
Por la mañana los alemanes empezaron a disparar con la artillería, más tarde se le sumaron los morteros pesados, después la artillería divisionaria, luego los cañones pesados de asalto y a continuación empezó un furioso bombardeo de aviación. Cuando el estruendo había llegado al máximo, cesó de repente y, bajo un incesante tableteo de ametralladoras, los alemanes se lanzaron al ataque. En este instante, todos los que estaban aguantando y resistiendo en nuestras trincheras empuñaron con mayor fuerza las ametralladoras, los automáticos y los fusiles. El barranco, que hacía una semana, en los días de los primeros ataques de los alemanes, había sido designado con el nombre de 'barranco de la muerte', ahora justificaba una vez más este nombre. Sus vertientes quedaron cubiertas en unos cuantos minutos de cadáveres y de heridos graves. Los que se hallaban en último término no habían tenido que recorrer más de veinte, quince o diez metros para llegar hasta las trincheras; un segundo, medio segundo más y hubieran salvado esta distancia; más no lo lograron. El horror a la muerte se apoderó de ellos en el último instante y obligó a retroceder a los que casi habían llegado.
Al fracasar el primer ataque los alemanes comenzaron de nuevo. Y si la primera vez aquel infierno había durado dos horas, la segunda intentona se prolongaba ya cinco horas y media. Los alemanes se habían propuesto no dejar un ser viviente en la orilla, y estaba toda hasta tal extremo removida que, si los proyectiles hubieran explotado simultáneamente, no hubiera quedado, en efecto, ni una sola persona.
Pero, por fortuna, no todos los proyectiles explotaban al mismo tiempo, y en el embudo que acababa de hacer uno ya estaban tendidos los hombres disparando; pero en el punto en que iba a explotar el siguiente aún no había nadie. Este juego al escondite con la muerte, que duraba ya cinco horas y media, terminó con que al finalizar la sexta hora los alemanes iniciaron el segundo ataque. Los combatientes ensordecidos, cubiertos de tierra, ennegrecidos, se pusieron en pie en las trincheras y empezaron a disparar encarnizadamente, con furia, contra todo lo que se movía ante ellos, y lograron rechazar también este ataque.
De nuevo ascendió rápidamente la onda del estruendo. Los aviones llegaban en grupos de cinco, diez, veinte, treinta, y descendían en veloz picada. No hacían el menor caso del fuego de la artillería antiaérea, bajando casi a veinte metros de las trincheras. Alrededor se levantaban surtidores de tierra y polvo que caía como lluvia.
Bombas explosivas y bombas de metralla, grandes y pequeñas, bombas que abrían pozos de cinco metros de profundidad, y bombas que explotaban apenas tocaban en tierra y los cascos de metralla pasaban tan bajos que podrían segar la hierba, si la hubiera habido; bombas que estallaban a una altura de doscientos metros y allí se convertían en decenas de pequeñas bombas que explotaban en el aire y que caían a tierra como fragmentos de shrapnel; todo esto atronó cerca de tres horas. Pero cuando, a las siete en punto de la tarde, los alemanes se lanzaron al tercer ataque, solamente consiguieron dejar sembradas una vez más con sus cadáveres las vertientes del barranco.
Sabúrov nunca había visto hasta entonces tal cantidad de muertos en un espacio tan pequeño. Había sitios en donde las ametralladoras habían actuado con particular éxito y donde los cuerpos estaban a veces amontonados unos sobre otros...
Por la mañana, cuando Sabúrov recontó su gente después de la llegada de refuerzos, tenía -recordaba exactamente la cifra- ochenta y tres hombres. Ahora, hacia las siete de la tarde, le quedaban solamente treinta y cinco hombres, y de éstos dos terceras partes heridos leves. La situación a su derecha y a su izquierda debía ser por el estilo.
»Las trincheras estaban destrozadas, los pasos de comunicación se hallaban interceptados en decenas de sitios por los impactos directos de bombas y proyectiles. Muchos de los fortines habían sido volados y destruidos. Sabúrov, que tres días antes había sufrido una contusión, apenas si oía nada. Todo había terminado ya; pero, no obstante, en sus oídos aún persistía el estruendo...»
El pueblo soviético, los pueblos del mundo, no olvidarán jamás a los héroes inmortales de Stalingrado ni a los millones de caídos, cuya sangre fue el precio de la victoria y de la paz.