Por Jesús Anero | Octubre nº 90

En 1929 ocurrían dos hechos trascendentales para la historia: se producía el “crac de Wall Street”, consecuencia del cual el capitalismo arrastraría a la ruina a millones de personas, y el “gran viraje” en la economía soviética, que convertiría a un país agrícola y atrasado como Rusia en una potencia económica, llenando de ilusión a sus habitantes y al mundo.

En la década siguiente, los años treinta, los países capitalistas caerían en el negro pozo de la depresión, mientras que la URSS, liderada por Stalin y el PCUS, alcanzaría las más altas cotas en industria y desarrollo, pero también en bienestar social, educación y calidad de vida.

Estas dos circunstancias, la debacle capitalista y el triunfo del socialismo, provocaron la unión de todas las fuerzas imperialistas contra el enemigo común: la URSS.

El acoso a la economía soviética y a su pueblo no se hicieron esperar; políticamente, los años treinta no trajeron solo miseria y paro para el sistema capitalista, sino que alumbraron la peor de las bestias de la historia: el fascismo, que con Hitler a la cabeza, se extendió rápidamente por Italia, Japón, España y los países de Europa oriental.

Porque el nazismo no fue un hecho aislado, ni producto del fanatismo. Para demostrarlo, baste recordar algunos de los movimientos de aquellos años: un “gran empresario” como Henry Ford se declaraba abiertamente admirador de Hitler, quien a su vez le había mencionado en su Mein Kampf; y que Ford, así como otras grandes empresas, como la Standard Oil y el Chase Bank de Rockefeller, ayudaron a los nazis. Punto y aparte merece el papel de la Union Banking Corporation, que se convirtió en la vía secreta para que el capital nazi saliese de Alemania camino de EEUU, vía los Países Bajos, o volviese cuando lo necesitaban; y curiosamente, ¿quién era el presidente de esta compañía?: Prescott Bush, el abuelo de George W. Bush, quien fue el primer blanqueador de dinero de los nazis.

Debemos recalcarlo: el nazifascismo fue la respuesta política del capitalismo, que a pesar de sufrir la mayor crisis de su historia, no se iba a quedar de brazos cruzados ante el triunfo del socialismo.

Por otra parte, económicamente, el crecimiento de la URSS tuvo lugar en un contexto internacional muy desfavorable por las restricciones al comercio y a los préstamos exteriores, por el sistemático hostigamiento de las potencias occidentales y la cada vez más alargada sombra del conflicto bélico.

En los años del “gran viraje” y de la industrialización “contra reloj” que precedieron a la guerra, el problema consistía en construir una industria pesada, incluyendo, en los años finales de la década, una industria de defensa, con un ritmo de crecimiento tan rápido como fuese posible, manteniendo ciertos niveles de consumo para una fuerza de trabajo industrial en expansión y concentrar los recursos sobre las industrias y sectores y fábricas que se consideraban claves. La situación no era, en verdad, muy diferente de la que se ofrece a cualquier economía en tiempos de guerra.

El camarada Stalin comprendía perfectamente la premura de la necesidad de industrializar la URSS; en 1931 decía: «A veces se oye la pregunta de si no es posible hacer el ritmo más lento, poner freno al movimiento. No, camaradas, no es posible. ¡El ritmo no ha de reducirse! Al contrario, hemos de acelerarlo». Y en unas palabras que serían proféticas: «Estamos cincuenta o cien años retrasados con respecto a los países avanzados. Hemos de borrar esta distancia en diez años. O lo hacemos o perecemos».

Efectivamente, diez años después, en 1941, se materializaría la invasión nazi, y ¿cuál fue la respuesta que dieron los “aliados”, EEUU y Gran Bretaña? Pues, según recoge Nove en su libro, mientras la URSS durante la guerra produjo 489.000 cañones, 136.800 aviones y 102.500 tanques, la ayuda angloestadounidense fue de 9.600 cañones, 18.700 aviones y 10.800 tanques, algunos de ellos obsoletos. Es una realidad que Occidente no contribuyó a que la URSS pudiese vencer, como así hizo, a las huestes nazis; al contrario, es un hecho innegable que el objetivo de la Segunda Guerra Mundial era acabar con el régimen soviético.

En definitiva, la invasión y la posterior guerra no fueron más que el acto final de la estrategia anticomunista perpetrada por todos los países capitalistas durante los años treinta. La guerra contra la URSS no comenzó en 1941, sino en 1917, nada más ascender los bolcheviques al poder.

Por tanto, no solo debemos valorar el inmenso desarrollo económico y social producido en la URSS en los años treinta, sino además en qué circunstancias se produjo.

Como conclusión, no solo en el plazo de dos quinquenios la estructura económica soviética se había trasformado radicalmente, habiéndose convertido, por sí sola, en la segunda potencia económica y militar del mundo, sino que también eliminó los espacios de marginalidad social más agudos (desempleo, pobreza, desatención sanitaria, carencia de educación básica): por ejemplo, entre 1928 y 1940 el número de médicos aumentó de 70.000 a 155.000, muchos de ellos mujeres; el número de camas de hospital de 247.000 a 791.000; solamente de 1928 a 1934 el número de alumnos de segunda enseñanza pasaría de 970.000 a más de 2.000.000, y todo ello en unas circunstancias de acoso político, militar y económico por parte de todas las fuerzas capitalistas.

Solamente un pueblo con una fe inquebrantable en su propia capacidad, dirigido por un partido comunista, a cuyo frente estaba el camarada Stalin, pudo realizar semejante logro. Por primera vez en la historia, un pueblo se liberaba de los conflictos de clase y era dueño de los medios de producción. Convirtiéndose así en un ejemplo para el mundo y la historia, el hombre podía ser liberado de sus cadenas.

 

Fuentes:

PALAZUELOS, Enrique, La formación del sistema económico de la Unión Soviética, Madrid, Akal, 1990.

DOBB, Maurice, El desarrollo de la economía soviética desde 1917, Madrid, Tecnos, 1972.

Nove, Alec, Historia económica de la Unión Soviética, Madrid, Alianza Editorial, 1973.