Álvaro Heredia
El pasado 20 de agosto recibimos la noticia de que el político ruso Aleksei Navalny, según su portavoz, habría sido objeto de un envenenamiento cuando se dirigía en avión a Siberia. Aún queda por esclarecer dicha acusación, por probable que parezca, mas poco importó este hecho a los medios de comunicación occidentales: inmediatamente, engrasaron su maquinaria propagandística para ensalzar la figura de Navalny, como si de un mártir de la democracia se tratara. El Mundo, El País, The Washington Post, France 24, etc., declararon unánimemente que el “principal opositor a Putin” se encontraría al borde de la muerte, debido a su lucha contra “las corruptelas del gobierno ruso”.
Aclaremos, en primer lugar, una cuestión en la que inciden y mienten descaradamente los medios de propaganda occidentales: Navalny no es el principal opositor a Putin y su partido, Rusia Unida:
- El revisionista y chovinista Partido Comunista de la Federación de Rusia sí constituye la oposición más relevante al gobierno: cuenta con un electorado de más de 7 millones de personas en las últimas elecciones legislativas (2016) y unos 170 000 militantes en todo el país.
- El Partido Liberal-Demócrata de Rusia (de extrema derecha) cosechó algo menos de siete millones de votos; no obstante, rara vez se opone abiertamente a la política putiniana.
- Rusia Justa, de ideología socialdemócrata, pese a perder más de la mitad de sus apoyos electorales respecto a las elecciones de 2011, recibió más de 3 millones de votos y conserva un músculo significativo en el territorio al oeste de los Urales.
- Comunistas de Rusia representa una organización política que caracterizan tanto su retórica marxista-leninista, como sus planteamientos oportunistas y nacionalistas; está conformada por algo menos de 2 000 militantes, cuya base social la constituyen esencialmente obreros jóvenes del territorio siberiano. Cosechó 1 192 595 votos en las elecciones legislativas de 2016 y representa quizá la oposición materialmente más combativa, dada su constitución proletaria.
El partido de Navalny, Rusia del futuro, ni siquiera está registrado formalmente en el Ministerio de Justicia; de hecho, apenas lo integra un centenar de militantes. Tampoco alcanzó cotas de popularidad significativas cuando integró otras opciones políticas con cierta tradición en la Federación Rusa, como Yabloko. Es cierto que obtuvo el segundo mayor número de votos en las elecciones a la alcaldía de Moscú hace siete años, cuando militaba en el Partido del Progreso. Entonces, ¿con qué apoyos cuenta Navalny? Provienen fundamentalmente de su cuenta de Twitter (con algo más de 2 millones de seguidores) y de la Plataforma Anticorrupción, que despierta simpatía ciertos sectores de las masas populares, cansadas de la corrupción institucional en el estado ruso. Empero, media un abismo entre gozar de cierta repercusión en redes sociales y constituir una disidencia material contra Putin y Rusia Unida. De hecho, podríamos nombrar decenas de organizaciones políticas de todo signo con más representación material en la sociedad que el partido de Navalny. En otras palabras, dista de representar una oposición siquiera relevante en el imaginario social ruso; otra cosa es lo que predican los medios de comunicación en occidente.
Tras los datos expuestos en los párrafos superiores, cabe preguntarse: ¿por qué recibe Navalny una atención desproporcionadamente amplia en los medios de comunicación occidentales si nos atenemos a su moderada repercusión material en la política rusa? Examinemos sus planteamientos políticos:
El abanico ideológico en que ha desarrollado Navalny su carrera política gira en torno a la extrema derecha:
- Económicamente, hablamos de un neoliberal cuyas preferencias, en la burguesía nacional, giran en torno a oligarcas que se enriquecieron a partir del derrumbe de la URSS, pero distintos de los predilectos del nepotismo putiniano. Es más, cuenta con apoyos empresariales tanto de la UE, como de EE. UU., especialmente a través de sus socios bancarios. Aquí encontramos la primera pista que nos conduce hacia la explicación del apoyo que recibe de los medios de comunicación occidentales: presumiblemente no vería con malos ojos que el capital occidental se introdujese en sectores privados y públicos estratégicos de la Federación Rusa. Ello le permitiría ganarse el favor de los Estados Unidos y la Unión Europea, a la par que desplazar a sus enemigos en la oligarquía doméstica. Naturalmente, la burguesía nacional rusa que se enriqueció al abrigo de Putin se opone en bloque a Navalny. En cambio, los patrocinadores de este último advierten ventajas comerciales en la apertura de sectores económicos al capital occidental. Cabe señalar que, a principios de los 2000, comadreó con Yeltsin, María Gaidar y el resto de “artífices” de la terapia del shock, que sumió a Rusia bajo el capitalismo a través del empobrecimiento más vil de la clase trabajadora. Asimismo, se antoja, cuando menos, interesante que los principales promotores económicos de la “Plataforma Anticorrupción” de Navalny sean dos banqueros: Vladímir Ashurkov y Mijaíl Fridman (propietario de los supermercados Dia). El programa electoral oficial del Partido del Progreso, que Navalny comandó hasta 2018, defendía la eliminación del sistema público de pensiones, así como una mayor libertad de acción para los empresarios extranjeros. Uno de los pocos “guiños” de su programa a la clase trabajadora consistía en aumentar el salario mínimo hasta el límite que marcaron las últimas reformas constitucionales de Rusia (2020). Ello, no obstante, resulta irrisorio, dada la incalculable preeminencia de la economía sumergida, especialmente entre los trabajadores jóvenes.
- Ideológicamente, encontramos, según la propaganda occidental, un nacionalista liberal. Se trata, en realidad de un xenófobo quien, sin ningún pudor, participa en concentraciones ultranacionalistas, como la “Marcha Rusa”, la cual coorganizó en varias ocasiones. Durante esta, monárquicos y fascistas lanzaban proclamas antisemitas y en contra de la inmigración; tal era el hedor fascista de semejante marcha que Luzhkov, alcalde putinista de Moscú, la prohibió y Navalny fue expulsado del partido liberal Yabloko. En 2007, meditó la idea de conformar un frente unido de la extrema derecha, los liberales y varias organizaciones nazbol, cuyo eje programático se asentaría sobre el nacionalismo ruso y la defensa del neoliberalismo más salvaje. En 2008, durante la Guerra de Osetia del Sur, Navalny calificó a los ciudadanos de Georgia como “ratas” y “seres indeseables”. Esclareció aún más sus posiciones imperialistas cuando, en 2012, planteó la duda sobre la conveniencia de que las naciones ucraniana y bielorrusa poseyesen su propio estado. No obstante, tras el golpe de estado en Ucrania contra el presidente Yanukovich, aliado del Kremlin, Navalny declaró que comprendía las “aspiraciones europeístas” de los ucranianos, al tiempo que condenaba los levantamientos populares antifascistas en Donetsk y Lugansk. Tales alabanzas al fascismo camuflado de “europeísmo” implicaron otra caricia a la política exterior de EE. UU. En 2013, apoyó los altercados de Biryulyovo, donde fascistas rusos recorrieron barrios populares de Moscú en busca de inmigrantes a los que agredir. La retórica en contra de la inmigración del Cáucaso ha representado un elemento constante de sus campañas electorales. Igualmente, atañe a esta la responsabilidad del repunte en el consumo de narcóticos entre los jóvenes rusos. El programa electoral de Aleksei Navalny, a fecha de 2018, defendía que un ciudadano del Cáucaso solo podría acceder a territorio ruso en caso de disponer de un visado de trabajo. Nótese que muchos trabajadores de dicha procedencia entran en Rusia mediante un visado de turista, para después trabajar ilegalmente en las grandes urbes del país. Como muestra siguiente de su repugnancia ideológica, al igual que Putin, reclama a Iósif Stalin como un líder nacional de Rusia, de la misma forma que evidencia su anticomunismo recalcitrante al señalar a los bolcheviques como “estatistas ineptos”. Entre otras lindezas, asegura que solo Rusia (y no el resto de exrepúblicas soviéticas y populares) combatió contra el nazismo durante la Segunda Guerra Mundial.
Su apoyo al libre mercado, la destrucción de los vestigios del sistema público de pensiones y la entrada de capital occidental en varios sectores estratégicos de Rusia lo convierten en un aliado predilecto de EE. UU. y la UE. Por otro lado, su componente racista, populista y supuestamente anticorrupción, que sufragan cariñosamente dos de los banqueros más pudientes del país, lo transforma en el ojito derecho de los nuevos oligarcas nacionales. Así las cosas, abordemos otras relaciones estrechas que Navalny ha tejido con occidente:
El ya mencionado Vladímir Ashurkov, uno de sus bienhechores más predilectos, cuenta con un historial para nada desdeñable de declaraciones a favor del acercamiento entre Rusia y la UE, para que la exrepública soviética se convierta en un “garante de la estabilidad en la región”. No en vano, sus estudios en la elitista Wharton School of Business, de la Universidad de Pennsylvania le permitieron desarrollar buenas amistades con los republicanos estadounidenses. Por otro lado, tanto Ashurkov, como Fridman, miembro del Consejo de Relaciones Exteriores de Rusia en EE. UU., son propietarios del banco AlfaBank, así como del Grupo Alfa, no pocas de cuyas acciones y participaciones se encuentran en manos de capitalistas occidentales. Ello choca con VTB y Sberbank, los bancos propiedad de los principales apoyos económicos de Rusia Unida, que restringen sobremanera la participación a los inversores extranjeros. La desregulación del sector bancario representa, naturalmente, otro de los pilares del programa económico de Navalny. Este, de la misma manera, arguye que Rusia debe retirarse de sus misiones bélicas en Siria, así como reducir cuantiosamente su número de bases militares en el extranjero.
Aleksei Navalny ha participado en numerosos foros de las élites occidentales. Uno de los más interesantes para nuestro análisis tuvo lugar en 2010, durante el “World Fellowship”, que organizó la Universidad de Yale. Navalny se entendió a las mil maravillas con centinelas del anticomunismo, tales como los representantes políticos y bancarios de los países bálticos, Polonia y Ucrania. Es más, se reunieron allí explotadores y populistas de toda calaña, que intervinieron significativamente en la neoliberal “Revolución Naranja” de Ucrania, en 2004, y el ascenso del fascismo en el mismo país gracias a las protestas del Maidán (2013-2014). Navalny demostró una clara sintonía tanto con Poroshenko, expresidente de Ucrania y valedor del mayor empobrecimiento del estado ucraniano desde el derrumbe soviético, como con los grupos de presión económicos que encumbraron en 2019 a Volodímir Zelenski. No es por capricho que critique duramente a los milicianos del Donbass a la par que ensalza la “voluntad democrática” del neoliberalismo y el fascismo en Ucrania.
Nada parece indicar que Putin, de 67 años, abandone el Kremlin antes de la década de 2030. Sin embargo, cuando ello suceda, Navalny, de 44 años, constituirá un candidato de ensueño para los intereses occidentales y los nuevos oligarcas rusos: conjuga a la perfección los elementos más útiles y reaccionarios de la nueva burguesía nacional y un fascismo en auge. Asimismo, su retórica anticorrupción puede seducir a ciertos sectores de la clase media y la pequeña burguesía, que pronto serán devorados por dos tigres: la mordedura definitiva al ya maltrecho gasto social y las fauces implacables de los oligarcas occidentales, que se unirán a las ya conocidas por todos los rusos. En un mundo donde el imperialismo estadounidense se resquebraja ante la pujanza del chino, Rusia desempeñará un papel fundamental: aquel que controle su gigantesca reserva de materias primas y recursos naturales, por la que ambos imperialismos salivan, se anotará un tanto importante en su marcador. Putin y Xi Jinping denotan una sintonía satisfactoria, de la misma forma que Navalny y Washington.
Sí, Navalny encuentra numerosos obstáculos a la hora de inscribir su partido en las listas de las elecciones. Ahora bien, esto sucede a numerosas organizaciones debido a la restrictiva ley electoral rusa, que favorece a los partidos de mayor militancia. Sí, no pocos organismos internacionales han denunciado sus encarcelamientos, a menudo acompañados de pretextos insólitos. No, Navalny aún no representa una alternativa material y plausible a Putin, si bien es cierto que cuenta con el beneplácito de socios muy poderosos tanto nacional, como internacionalmente. Finalmente, no, no representaría ningún progreso para las masas populares rusas y la clase trabajadora la llegada de Navalny al poder. Cuán interesante se antoja la elocuencia de los medios de comunicación occidentales, que presentan a un agente de la burguesía, Putin, como un enemigo de la democracia y los derechos humanos, mientras que, a otro burgués, Navalny, lo encumbran como poco menos que el mesías del pueblo ruso.
El estado autoritario que rige Vladímir Putin en poco se diferenciaría del que concibe Aleksei Navalny, puesto que los une un programa económico similar (aunque con distintos nombres), vocaciones neoliberales análogas, intereses de clase ecuánimes y la férrea tergiversación nacionalista de la historia reciente de Rusia. Putin y su caterva representan un capitalismo salvaje con los dientes bien afilados; Navalny y la suya poseen aspiraciones políticas, sociales y económicas calcadas a las putinianas, que continuarán martirizando al pueblo ruso con o sin Rusia Unida. Lo único que diferencia a ambos enemigos del progreso humano es que uno aún no ostenta poder material. Lo único que los enfrenta corresponde a tejemanejes burgueses de los que nada bueno recaerá sobre la clase trabajadora de Rusia, pues únicamente consisten en delimitar cuál es el nombre del siguiente capataz del capitalismo.
El único camino que representará un avance para el pueblo ruso se asienta sobre una oposición sin fisuras al nacionalismo chovinista, independientemente de que lo comanden Putin, Navalny o Grudinin. Las lecciones de la Revolución de Octubre, así como de la corrupción ideológica de la URSS con la traición jruschovista, dejan claro que solo la lucha de todos los trabajadores de Rusia contra la burguesía conduce a un escenario en que los derechos humanos se respeten, no solo en la teoría, también en la práctica.