Anaxágoras
Desde hace un año, el mundo entero está siendo testigo de los estragos económicos, sociales y políticos que la Covid-19 está causando a un sistema capitalista (ya de por sí en serios apuros), dándole un empujón hacia una situación de crisis sin precedente en la historia reciente. Es también conocido, y salvo argumento científico de peso en contra, que esta enfermedad proviene de la zoonosis (transmisión animal – humano) y que esta circunstancia es cada vez más probable en un medio ambiente devorado por un capitalismo imperialista voraz en recursos y (como corresponde a su naturaleza originaria) sin planificación alguna. No en vano, las voces en contra del desarrollo actual del capitalismo en cuanto a su poder destructor de la naturaleza se han hecho cada vez más fuertes generando un eco que en muchas ocasiones oculta realidades y despista a los mejor intencionados.
Es obvio que el modo de producción capitalista está llegando a límites destructivos no compatibles con la vida de millones de personas, no solo creando bolsas de miseria y desigualdades insoportables a nivel global, si no que está traspasando la, hasta ahora, invisible frontera del agotamiento de los recursos naturales, que en la teoría económica capitalista clásica en muchas ocasiones, se han considerado ilimitados. La realidad está poniendo de manifiesto que no por abundantes son ilimitados y así ya lo hacían constatar Engels y Marx en los estadios primitivos del capitalismo que les tocó vivir y analizar.
En base a la creciente exigencia de un medio ambiente más limpio y de un “modelo de desarrollo compatible con el planeta y la vida” se han convocado Cumbres Climáticas que han dictaminado protocolos inasumibles para el modo de producción capitalista ni para ninguna de las potencias imperialistas en liza desde hace más de una década, por su propia naturaleza, y prueba de ello es la casi nula aplicación de Kyoto, París… que uno tras otro han sido burlados y ninguneados por aquellos mismos que tras grandilocuentes frases y fotos de compromisos, rubricaban esos mismos acuerdos. En todo caso, la norma ha sido que se hayan traducido en políticas que, disfrazadas de hipócrita preocupación por el cambio climático, han supuesto un mayor peso en condiciones de vida y golpes económicos a los bolsillos de la clase trabajadora. Tal es el caso, por ejemplo, de las prohibiciones de circular con vehículos diésel en según qué días y zonas de las ciudades, acompañado con una degradación constante de las redes y medios de transporte público de calidad y de acceso fácil y económico al obrero medio que le facilite el transporte, que plantea problemas diarios, máxime cuando, la alta exigencia de movilidad que impone al trabajador el sistema capitalista desde hace una década en su trabajo y su ocio, le hacen necesaria dicha movilidad. Todo esto unido a la incesante campaña durante décadas para la compra de vehículos diésel, más allá de criterios técnicos que lo aconsejaran, ha llevado a una fotografía poco halagüeña para las clases trabajadoras, para quienes la compra de un vehículo supone una inversión de hondo calado y para muchos años, pueden ver limitado su uso, y lo que es peor, gravado vía impuestos a su uso por el combustible y por su mera tenencia vía impuestos de circulación. Ésto último hizo estallar en Francia a los chalecos amarillos, como gota final de todo un proceso que obligó a muchas familias trabajadoras a desplazarse a barrios periféricos de las grandes ciudades por la llamada gentrificación.
Éste ejemplo, nos viene a dar luz de la verdadera naturaleza de las intenciones de la UE, al menos hasta ahora, en un tema que es de vital importancia para la supervivencia de la vida en el planeta, y a medio plazo para la calidad de vida de millones de personas en el mismo. Medidas cosméticas, de escaso valor ecológico y que en su mayor parte recaen sobre los hombros de la clase obrera, que ven mermada su existencia, mientras los grandes emisores de CO2 no se cuestionan, y cuando lo hacen es a base de cierres ciegos, sin soluciones de futuro como está pasando con las cuencas mineras del carbón y otros sectores relacionados con la química.
Con todo, la Unión Europea cuenta con los estándares medioambientales más altos de todas las grandes economías. Si vemos las realidades de EEUU, Rusia, China o Brasil, vemos que en general, los incumplimientos son flagrantes y desproporcionados para el momento que vive el planeta, en emisiones de CO2, fracking, destrucción de biodiversidad, minas de tierras raras sin ninguna gestión de residuos y un largo etc. que en muchos casos recuerdan a la UE de hace 60 o 70 años.
No ha sido hasta que las señales del cambio climático son evidentes que se ha empezado a tomar un poco más en serio el asunto de la crisis ambiental. Y la crisis de la COVID19 puede haber sido la detonante de una serie de cambios que a futuro pueden o no marcar el camino del cambio de ciertos usos de combustibles, modelos energéticos y del uso de fuentes de materias primas. En el importante fondo de rescate puesto en marcha por parte de la Unión Europea para paliar los efectos de la crisis actual, llama la atención que de los 150 millones de euros que se destinan a España, se tiene el compromiso de partida de que unos 75 millones tienen que destinarse por obligación a la llamada transición energética.
La radiografía de la industria en España es inquietante para los momentos que vivimos. “En España, la contribución directa del sector manufacturero al PIB se cifraba en 2019 en torno a un 13%, suponiendo cerca de un 12% del empleo equivalente a tiempo completo” según el informe de la fundación 1º de Mayo de CCOO titulado HACIA UN NUEVO PAÍS INDUSTRIAL. LA INDUSTRIA DE LA MOVILIDAD COMO MOTOR DE RECUPERACÓN TRAS EL COVID-19. Lejos de los porcentajes de economías como la alemana con una contribución cercana al 30%. Más allá de la escasa contribución al PIB de España, destaca lo atrasado de la tecnología de dicha industria manufacturera, química y básica sobre todo, por la escasa inversión en I+D de dichas empresas, que se traduce en procesos en muchos casos contaminantes, fuertemente dependientes de energía y a expensas de terceros países en cuanto a recursos. A este mapa debemos sumarle que la propiedad de dichas empresas cada vez más está en manos de capitales extranjeros. Todo ello como herencia del tardofranquismo, al que nada ha querido sumar el régimen del 78 en sus 40 años, que como sabemos ha volcado la economía en la especulación y le precariedad del sector servicios.
Es por tanto, una obligación el cambio en la composición de la industria española en cantidad y calidad. El boom, tanto en España como en el mundo, parece venir por el hidrógeno, que puede ser tecnológicamente clave para la industria del transporte, la energía, los fertilizantes y la química. No en vano, el Gobierno ha destinado un ministerio a la transición ecológica, que ha apostado fuerte por dicha tecnología poniendo en marcha una Hoja de Ruta para el mismo. No han faltado los anuncios de fuertes inversiones por parte de las eléctricas y las energéticas en el país al albur de los fondos destinados a dicha estrategia del hidrógeno, y en el caso de las petroleras les supone una oportunidad de paliar el duro golpe asestado por la crisis de la covid 19 al mercado de los carburantes por las limitaciones al sector del transporte. Las inversiones más prometedoras en cuanto a la reducción de carbono a la atmósfera vienen por la instalación de placas fotovoltaicas que alimentaran las electrolizadoras que producirán hidrógeno a partir de agua. Dicho hidrógeno verde está previsto usarlo en la pila de hidrógeno o la producción de combustibles sintéticos para vehículos, industria química etc. También se han anunciado tecnologías de producción de hidrógeno con captura física de CO2. A todo esto le acompaña un cambio tecnológico, que buscará optimizar procesos y métodos que garantizarán una mejora de los rendimientos de las instalaciones.
No obstante, todo este ruido mediático en torno a la transición ecológica esconde debates que entendemos son de calado para nuestra clase y que no podemos ocultar, y debemos denunciar. Se abre, con todo lo dicho, un mercado inmenso con el que espolear la acumulación de capital y darles un balón de oxígeno a las maltrechas economías capitalistas mundiales, que además, contribuirá a la lucha de las posiciones imperialistas en la geoestrategia mundial ante un posible cambio de modelo de transportes y de la industria.
Iberdrola, una de las empresas energéticas españolas que más rápido ha salido al paso de la transición energética y la estrategia del hidrógeno, al mismo tiempo que hacía los anuncios de inversiones millonarias, ofrecía a su plantilla aceptar la reducción de su salario un 10% bajo la amenaza de cierres o despidos, habiendo terminado por firmar un convenio colectivo de vergüenza, que ha motivado el espaldarazo de los sindicatos de clase, el cual ha salido adelante con los votos de USO y otros sindicatos minoritarios corporativos. En el caso de las empresas relacionadas con el petróleo, están presentando ERTES e incluso ERES basándose en la disminución del consumo de combustibles por la crisis de la covid 19 cuando en muchos casos se habla de unidades de producción que acumulaban horas extraordinarias por miles. En otros casos se anuncian innovaciones tecnológicas que optimizarán procesos, que en no pocos casos ha causado la pérdida de puestos de trabajos no directos, pero sí amortizados.
En todos estos casos llama la atención el surgimiento y refuerzo de sindicatos minoritarios que ganan terreno en las fábricas y los centros de trabajo por el descrédito constante al que son sometidas las centrales sindicales de clase, por la, por qué no decirlo, deriva entreguista en muchos casos de sus direcciones y la ola populista que se ha instalado hasta el tuétano en el discurso sindical, facilitado por la renovación de las plantillas, con una juventud alejada de la historia de luchas de antaño y un discurso sindical cada vez más blanco. También es llamativa, en muchos casos la infiltración de elementos de la ultraderecha en el mundo sindical, en centrales “neutras” que consiguen crecer en base a ese lenguaje populista y del desgaste de las grandes centrales de clase.
Se abre por tanto una oportunidad para la industria y el avance en la lucha contra el cambio climático, pero estos no pueden ser en contra de los derechos de la clase obrera, que sí o sí bajo el capitalismo supondrá el retroceso y la miseria para nuestra clase. Sólo con una economía planificada, con una producción al servicio de nuestras necesidades, será posible un desarrollo económico compatible con el planeta y la vida de sus habitantes.