Por S. Baranga | Octubre nº 91
En el nº 89 de Octubre apuntábamos algunos elementos de la teoría de Antonio Gramsci sobre la hegemonía. En efecto, esta es la aportación teórica más destacada de este dirigente comunista, que la desarrolló guiado por su preocupación de diseñar la táctica más adecuada para llevar a cabo la revolución en Italia: un país de capitalismo “avanzado”, con sus peculiaridades históricas y bajo la bota fascista por aquel entonces. Como diría P. Anderson, en Europa occidental «sólo él encarnó en su persona la unidad revolucionaria de teoría y práctica, tal como la definía la herencia clásica».
Hay que advertir que a Gramsci lo han reivindicado las más diversas corrientes ideológicas, desde la democracia cristiana hasta los consejistas. En su día, sobre todo el revisionismo italiano, con Togliatti a la cabeza, pretendió que su política claudicante era el desarrollo lógico de las tesis del dirigente desaparecido.
Es evidente que no podemos saber cómo habría incorporado Gramsci, muerto en 1937 a consecuencia de las penalidades sufridas en las cárceles fascistas, la experiencia de la guerra y la situación de posguerra a su teoría. Sin embargo, es necesario insistir en que su objetivo no se apartó nunca de la línea leninista, que trató de adaptar a la realidad italiana para asegurar el triunfo de la dictadura del proletariado en ese país.
Gramsci, desde luego, nunca optó por la vía constitucional y parlamentaria para avanzar hacia la revolución, por más que Solé Turà (luego ministro con el señor X) pretendiera convertirlo en «una de las raíces del eurocomunismo». Sin duda, la complejidad de la situación en las sociedades de Europa occidental no implica que la respuesta deba ser reformista.
Sea como fuere, y por lo que respecta a nuestras propias tareas, uno de los aspectos interesantes de Gramsci reside en su gran aportación a la comprensión de los mecanismos que dan solidez a la dominación de la burguesía, prestando atención a su vertiente “cultural”. En ese sentido, construyó categorías útiles como herramientas para la interpretación de la realidad sociopolítica y, a la vez, para su transformación.
Gramsci procuró huir del economicismo y el mecanicismo en que había caído la Segunda Internacional, concediendo por el contrario gran importancia al estudio dialéctico de las diferentes “esferas” de una formación social. Así, por ejemplo, no creía que todos los cambios en la política y la ideología –es decir, superestructurales– fueran expresión inmediata de la base socioeconómica, dado que cada uno de estos ámbitos goza de relativa autonomía y evolucionan a distinto ritmo: «la política es en cada ocasión el reflejo de las tendencias de desarrollo de la estructura, tendencias de las que no se ha dicho que necesariamente deban hacerse realidad» (la cursiva es nuestra). Hasta el punto de que una vez cambiada una estructura, incluso, no todos los elementos de la correspondiente superestructura deban necesariamente caer.
De lo que no cabe duda sin embargo es que, para Gramsci, la base socioeconómica es fundamental a la hora de explicar las cuestiones relativas a la política y la ideología, puesto que reconoce que «el conjunto complejo de las superestructuras son el reflejo del conjunto de las relaciones sociales de producción»; llegando a afirmar, incluso, que hay una «reciprocidad necesaria entre estructura y superestructuras (reciprocidad que es precisamente el proceso dialéctico real)». Reciprocidad y no producto mecánico, por tanto.
Obsérvese la importancia fundamental de esta perspectiva dialéctica (y de clase, por cuanto sitúa las relaciones de producción como elemento explicativo «en última instancia»), que preside toda la elaboración teórica de Gramsci, y que es básica para entender el problema de la hegemonía. Al refutar las concepciones mecanicistas (de un Bordiga, por ejemplo), reconociendo el mutuo condicionamiento entre estructura y superestructura y concediendo cierta autonomía a esta segunda esfera, Gramsci introduce el problema “cultural” (y, de hecho, en este campo su influencia ha sido inmensa), lo cual debería permitir ajustar la táctica de los comunistas a las sociedades en las que el Estado no aparece tan manifiestamente separado del componente civil.
En efecto, en el análisis gramsciano el Estado aparece imbricado con lo que él denomina la «sociedad civil», a través de los «aparatos privados» de esta: escuela pública, Iglesia y prensa, que, junto a la «sociedad política» (el Estado propiamente dicho) forman el «Estado». Así, dentro de ese concepto amplio de «Estado», habría un “reparto de funciones”, correspondiendo la coacción al Estado propiamente dicho, mientras que los mencionados «aparatos privados» infiltran la ideología de la clase dominante en las clases subordinadas, convirtiéndola en “sentido común”. De esta manera, se consigue el asentimiento de esas clases, el «consenso», hacia la división social del trabajo y el conjunto de desigualdades que genera, que son tenidas como “naturales”: la clase en el poder no sólo domina a las otras, sino que también las dirige: ha conseguido imponer su hegemonía.
«Las clases dominantes precedentes eran esencialmente conservadoras en el sentido de que no tendían a elaborar un paso orgánico de las otras clases a la suya, esto es, a ampliar su esfera de clase «técnicamente» e ideológicamente: la concepción de casta cerrada. La clase burguesa se postula a sí misma como un organismo en continuo movimiento, capaz de absorber a toda la sociedad, asimilándola a su nivel cultural y económico: toda la función del Estado es transformada: el Estado se vuelve «educador», etcétera.»
Obsérvese, de paso, la nueva tergiversación que el “ciudadanismo” ha hecho de Gramsci, al referirse a «la casta», cuando lo que sucede en realidad es que atravesamos una «crisis de asentimiento» que ha llevado a una «crisis orgánica», en términos también gramscianos. Pero eso lleva a cuestionar el propio régimen político, y es obvio que esta “nueva” corriente no ha nacido para eso.
Así pues, la ideología no aparece en el análisis de Gramsci como una lápida que “desciende” sobre las clases subordinadas, oprimiéndolas de manera evidente. Puede ocurrir que incluso un grupo social que manifieste en la acción una concepción propia del mundo, aunque sea embrionaria, tenga,
«por razones de sumisión y subordinación intelectuales, una concepción del mundo no propia, sino tomada en préstamo de otro grupo, y la afirma verbalmente, y hasta cree seguirla, porque efectivamente la sigue en “tiempos normales”, o sea, cuando la conducta no es independiente y autónoma».
Por ello, dirá Gramsci, «se puede demostrar que la elección y la crítica de una concepción del mundo constituyen por sí mismas un acto político». Pero lo que nos interesa destacar es que esa concepción, heredada del pasado y recogida sin crítica, tiene según Gramsci importantes consecuencias, pues
«ata a un grupo social determinado, influye en la conducta moral, en la orientación de la voluntad, de modo más o menos enérgico, que puede llegar hasta un punto en el que la contradictoriedad de la conciencia no permite ninguna acción, ninguna decisión, ninguna elección, y produce un estado de pasividad moral y política.»
En palabras de Raymond Williams, «la hegemonía supone la existencia de algo que es verdaderamente total […], que se vive a tal profundidad, que satura la sociedad en tal medida y que constituye incluso el límite de lo lógico para la mayoría de las personas que se encuentran bajo su dominio». La hegemonía correspondería, por tanto, a un conjunto de significados, valores y prácticas que irían más allá de la mera manipulación para ser vividos. Gramsci lo resumiría afirmando que «las ideologías son para los gobiernos meras ilusiones, un engaño sufrido, mientras que para los gobernados son un engaño voluntario y consciente» (la cursiva es nuestra).
A partir de esta constatación, Gramsci trazaría como una tarea propia del Partido Comunista la captación de los intelectuales y la formación de otros nuevos salidos de la clase obrera, con el fin de desarrollar la lucha cultural entre las clases subordinadas. Una pelea dirigida contra la ideología de la clase dominante en toda su extensión –y no limitada a nebulosos «significados flotantes»–, para revelar su verdadera naturaleza de instrumento de dominio de las clases subordinadas, y encaminada a la construcción de una nueva hegemonía, la del proletariado, que permitiera levantar, a su vez, una alternativa nacional y popular para avanzar hacia el socialismo.
¡Qué distinto resulta este Gramsci, el revolucionario, del espantajo esgrimido por el “ciudadanismo” para colocar a los trabajadores a la zaga de la pequeña burguesía y su cobarde apuntalamiento del sistema!