Santiago Baranga
El 19 de diciembre ganó Gabriel Boric las elecciones en Chile, y la izquierda global se entusiasmó. No era para menos: se trataba de derrotar a un admirador de la negra dictadura pinochetista como José Antonio Kast; y, al fin y al cabo, ¿quién puede presumir de no tener en su país un fascista olfateando el poder político? ¿Cómo no sentir al menos cierto alivio ante esta nueva pieza de lo que parece un cambio de ciclo, tras la oleada extremadamente reaccionaria y neoliberal que ha sacudido América Latina en los últimos años? El propio ganador lo expresaba de la manera hiperbólica que nos es tan familiar a este lado del Atlántico: «Estamos ante un cambio de ciclo histórico». Sin embargo, bastantes interrogantes planean sobre el nuevo mandatario.
Mucho se ha celebrado el origen “activista” de Boric, aunque no se sabe bien si tal “popularidad” se debe tanto a proceder de los “movimientos sociales” como a su visible aprensión hacia los partidos políticos. De hecho, es precisamente de esas bases de donde proceden las críticas más incisivas, si dejamos de lado las previsibles advertencias de la prensa reaccionaria sobre el «comunismo» acechante tras el nuevo presidente: el del Partido Comunista, es de suponer; el mismo que formó parte del continuista gobierno de Michelle Bachelet entre 2014 y 2018.
Que el radicalismo de Boric solo existe en las mentes calenturientas de los plumíferos del régimen de los treinta años lo ha corroborado el propio presidente electo todas las veces que ha podido. Así, empezó hablando de reforma fiscal, sanidad, educación y pensiones públicas, salario mínimo, legalización del aborto y derechos de las mujeres, entre otras cuestiones. Pero, con la promesa de ser «serio», de cara a la segunda vuelta de las elecciones dio un giro al centro que no agradó a los sectores populares que ocuparon la calle en octubre de 2019. El acercamiento a los partidos de la antigua Concertación, incluyendo a algunos economistas liberales, y los gestos hacia los expresidentes Ricardo Lagos y Michelle Bachelet se vieron acompañados de un nuevo énfasis en la seguridad pública y el control de la migración irregular, junto al compromiso de respetar el presupuesto de austeridad y descafeinar la reforma fiscal prometida. Por supuesto, no se ha hecho ninguna referencia al posible control público del litio y del cobre, bandera este último del gobierno de Allende, en el que Boric pretende tener su referente histórico. Y tampoco parece tener en su agenda la liberación de los presos políticos encarcelados por Piñera tras la revuelta de 2019. El nuevo presidente sí se ha esmerado, en cambio, por preparar a sus partidarios para que no esperen grandes transformaciones, advirtiendo que sus reformas socialdemócratas llevarán tiempo. De hecho, su coalición Apruebo Dignidad necesitará negociar con el Partido Socialista y otros que durante décadas sostuvieron las políticas neoliberales, y que aún dominan el Congreso, así como los gobiernos locales y regionales.
A estos virajes aún podemos añadir los reproches de las organizaciones octubristas al papel jugado por el Frente Amplio, desde su fundación en 2016 por Boric y otros antiguos líderes estudiantiles: en particular, su apoyo al acuerdo por la paz social y la nueva Constitución, que si bien abrió la puerta a la Convención Constitucional, también sirvió para frenar la movilización social, aliviando la difícil situación del presidente Piñera (“Renuncia Piñera” era la consigna de las enormes movilizaciones de entonces). Poco después, además, Boric votaría la represora ley antibarricadas y antisabotajes. No es de extrañar, pues, que a menudo se le califique como «amarillo» y que las organizaciones populares hayan advertido que permanecerán vigilantes. De hecho, todo indica que Boric lo fiará todo a las componendas parlamentarias y en el seno de la Convención Constitucional elegida en mayo, con mayoría progresista (y en la que mantiene bastante sintonía con los “socialistas”), dando la espalda a los sectores populares que lo auparon. Probablemente, la proximidad del plebiscito para refrendar la nueva Constitución se beneficie de la onda del triunfo electoral en diciembre y, en efecto, sea posible introducir algunos cambios formales (como eliminar las mayorías cualificadas) que a su vez permitan aprobar reformas. Otra cosa es el calado que estas vayan a tener, con semejante disposición y en un contexto de fuga de capitales y previsible hostilidad patronal, ya visible durante la campaña electoral en los grandes grupos mediáticos. Para la politóloga Claudia Heiss, Boric «ha asumido su rol de estadista y ha dado señales de que su agenda no será la del movimiento social ni de su partido tal como era en el Congreso como diputado. Se plantea, en cambio, ser presidente de todos los chilenos y las chilenas, y de todos los distintos intereses que ello implica.»
La calle, por su parte, es consciente de que aún queda por conseguir casi todo por lo que peleó en 2019: Constitución, sí, pero también pensiones, salud, vivienda, salario y educación. La revuelta dio un 78% de apoyo a la necesidad de acabar con la Constitución pinochetista de 1980, pero es evidente que los miles de chilenos movilizados, incluidos centenares de heridos, atribuyen un contenido muy importante, vital, en términos materiales y de bienestar, a ese cambio político. Unas prioridades que es de suponer que no preocuparán a muchos de los votantes urbanos con educación superior que respaldan a Boric, él mismo de extracción acomodada y que no tuvo empacho en afirmar, una vez diputado, que «no me titulé ni estoy pensando en titularme, no me quiero dedicar a ser abogado nunca». Aquello de la libertad y la necesidad.
Mucho nos tememos, en fin, que estemos ante una historia ya conocida: la de unas “clases medias ilustradas” que pretenden saber lo que conviene a las clases populares mejor que ellas y que, a las primeras de cambio, ignoran sus demandas a cambio de unas oligárquicas palmaditas en la espalda, o bien se retiran con el rabo entre las piernas dejando tras de sí un panorama político aún más desolador que antes de su triunfal aparición. Se repite el destructivo esquema, común a tantas democracias del hemisferio occidental, de un reformismo que pretende «conquistar mayorías», mientras se limita a captar votos, y que defiende a capa y espada su “autonomía”… respecto a las masas populares que los han aupado al poder; eso sí, con un discurso antielitista y contra la «política tradicional» que acaba quedándose a las puertas del parlamento de turno y que, en la práctica, tiene como principal resultado la desmovilización y la desorganización de la mayoría trabajadora. Como indicaba Diego Ortolani desde las organizaciones populares, «se ha verificado, por parte de estos partidos [PC y FA], una ausencia del duro trabajo de base, del día a día de la resistencia y la creación “por abajo”, tomándolas más como reservorio de votos que otra cosa».
Afortunadamente, la persistente lucha contra el legado neoliberal y autoritario de la dictadura y las imposiciones imperialistas ha hecho que la capacidad de organizarse y movilizarse permanezcan intactos en el Chile obrero y popular. Ese y no otro es su principal recurso. El 19 de diciembre, los barrios y municipios populares no mostraron su apoyo entusiasta a las políticas reformistas de Boric (lo demuestra su elevada abstención en la primera vuelta), sino el rechazo abierto, por parte de los jóvenes y las mujeres sobre todo, a la brutalidad reaccionaria de Kast. Las clases trabajadoras chilenas aún disponen de muchas energías que entregar generosamente a la causa de su emancipación, con tribunos o por encima de ellos.